CON nuestra llegada a Washington, las sospechas que albergábamos no han hecho más que confirmarse: el desarrollo de la alta velocidad en EE.UU. pasa por un momento delicado. En verdad, desde el anuncio presidencial del programa de alta velocidad estadounidense hace más de tres años, nadie pensaba que aquella iba a ser tarea fácil. En su discurso del 16 de abril de 2009, el presidente Obama emplazaba a la sociedad americana a descubrir este nuevo ferrocarril, que era ya una realidad en países como Francia, Japón, y también España, donde la mención americana generó verdadero furor. La estrategia americana, que forma parte de la ley de estímulo económico de febrero de 2009, trata de combinar la realización de diez grandes corredores de alta velocidad con la modernización de la infraestructura existente.

Esta iniciativa se suma a una larga lista de proyectos de modernización ferroviaria que con mayor o menor fortuna han aparecido a lo largo del país desde mediados de los años 60. Desde la aprobación en 1965 de la primera normativa sobre la alta velocidad, los Estados, el sector ferroviario nacional e internacional o la iniciativa privada han ensayado numerosas fórmulas que permitieran desarrollar proyectos en esta materia. El servicio Metroliner y su heredero, Acela Express, en el corredor entre Washington y Boston, son los hitos más destacados de la modernización estadounidense del transporte ferroviario de pasajeros. Otros proyectos, como la red ferroviaria de Ohio (1975-1982), la conexión al sur de California (1981-1984) o el TGV tejano (1989-1994), han conocido peor fortuna. En definitiva, la de 2009 no es la primera iniciativa en materia de alta velocidad en los EE.UU., pero qué duda cabe de que, en la formulación del presidente Obama, este nuevo impulso adquiere una mayor significación política.

Ante las próximas elecciones presidenciales, el balance del programa de alta velocidad es ambiguo. Hasta la fecha, la agencia ferroviaria federal ha asignado más de 9.500 millones de dólares para la planificación y/o realización de 154 proyectos. La gran mayoría de los mismos han sido elaborados por los Estados, conjuntamente con el operador público Amtrak, y contemplan medidas de mejora y acondicionamiento de las infraestructuras y servicios ferroviarios existentes. El proyecto californiano, liderado por el Ejecutivo estatal desde mediados de los años 90 y que pretende conectar en algo más de dos horas y media las ciudades de Los Ángeles y San Francisco, constituye el único de nueva línea que se mantiene en la agenda. Pese a que las últimas informaciones apuntan a una revisión del proyecto que permita un desarrollo incremental y una puesta en servicio progresiva, esta iniciativa concentra casi un tercio de las ayudas federales presupuestadas. La buena nueva llegó a principios del mes de julio, cuando el Senado californiano dio luz verde a los 2.600 millones de dólares que permitirán iniciar los primeros trabajos.

Estos avances no deben ocultar, sin embargo, algunas frustraciones. La más notable proviene de la renuncia de los Gobernadores republicanos de Ohio, Wisconsin y Florida a la financiación federal y el abandono de sus respectivos proyectos de alta velocidad. El freno republicano en el Congreso igualmente ha congelado las partidas federales previstas para los ejercicios 2011 y 2012. La oposición critica la falta de realismo y de rentabilidad social del programa federal y aboga por una estrategia mucho más selectiva que concentre los esfuerzos en el corredor nororiental. Por otra parte, el impulso federal no ha sido capaz de movilizar posibles aliados. Las compañías de transporte ferroviario de mercancías, por ejemplo, ven muchas veces con recelo las inversiones destinadas al transporte de pasajeros.

Así las cosas, los especialistas del transporte norteamericanos observan con escepticismo el futuro de la senda iniciada hace tres años. Desde Berkeley, el profesor Robert Cervero, lamenta la politización existente en torno a la alta velocidad. Desde Harvard, el profesor Gomez-Ibañez prevé poco recorrido a la iniciativa federal. A pocas millas de la Casa Blanca, el profesor Kenneth Button se queja con franqueza que el desarrollo de la alta velocidad provocará una nueva subida de impuestos. Incluso quienes más han apostado por este modo de transporte en el nuevo continente parecen desconfiar. Es el caso del profesor Anthony Perl, especialista ferroviario, que desde Canadá insiste sobre la brecha existente entre el voluntarismo inicial y la incapacidad técnica y administrativa del Ejecutivo federal para liderar el proceso de implementación.

La pregunta que queda por resolver es cómo afectará el resultado de la próxima elección presidencial al futuro del programa de alta velocidad. Cuesta imaginar que el candidato republicano pueda perseverar en una política de modernización ferroviaria como la planteada por el presidente Obama. Es más probable que el transporte de pasajeros por ferrocarril deje de ser una prioridad del nuevo gobierno y que las coordenadas del sistema de transporte estadounidense vuelvan a su lugar: el avión para las largas distancias, el vehículo privado como modo prioritario en las aéreas metropolitanas, el ferrocarril como principal modo del transporte de mercancías. En caso de que el presidente Obama revalide su victoria, el escenario que se plantea es menos previsible. ¿Cómo suministrar instrumentos y medidas concretas para relanzar nuevamente el programa de alta velocidad? Los cambios resultantes de la renovación bianual en la cámara de representantes serán un factor decisivo al respecto, ya que en ausencia de un apoyo decidido por parte del poder legislativo, el compromiso personal del presidente Obama volverá a descarrilar con toda probabilidad.

Frente a este escenario interno más bien adverso, la variable internacional puede resultar un factor clave para poder rescatar los proyectos en stand by. Durante la última década, EE.UU. ha permanecido impasible mientras China completaba la mayor red de alta velocidad del mundo. La industria ferroviaria europea y japonesa, en cierta medida, han fracasado en los intentos por transferir su tecnología al territorio estadounidense. En el fondo, un eventual desarrollo de la alta velocidad supondría una cierta rectificación del modo de vida estadounidense, principalmente en términos de sostenibilidad ambiental. Es difícil imaginar que la sociedad estadounidense esté dispuesta a subvencionar una transferencia que pone en entredicho parte de su proyecto de sociedad. La definición de un nuevo american way of life se hará autónomamente, sin transferencias, o no se hará. Sin embargo, existe la posibilidad que otros proyectos de alta velocidad vean la luz en el continente americano en los próximos años. Brasil ha anunciado recientemente un profundo programa de infraestructuras y el proyecto para conectar Sao Paolo y Río de Janeiro en alta velocidad vuelve a estar de actualidad. Aunque sea de forma simbólica, la opción de que la alta velocidad se desarrolle en otras latitudes del mismo continente puede despertar ciertos recelos en Norteamérica. El cambio del modo de vida americano se plantearía entonces con mayor urgencia, en particular, porque para entonces ya no habría un solo modo de vida americano al que aspirar, sino varios.