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España en la encrucijada

DESDE ya hace algunos años, el concepto "democracia deliberativa" ha adquirido una fuerza inusitada. Aunque este término fue acuñado a principios de los 80 por Joseph Bessette, durante los años 90 numerosos politólogos y filósofos han ido completando el significado y características del concepto hasta adquirir este su actual importancia. Entre quienes se han ocupado de este concepto, el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas es uno de los más importantes. Para Habermas, a la altura de finales del siglo XX, la democracia representativa debe hacer hincapié en los procesos deliberativos, argumentativos, procedimentales que la sustentan como parte sustancial que otorga legitimidad a los propios sistemas. Para el autor esta idea es tan importante que, según él, constituye la línea divisoria que distingue la calidad de los sistemas democráticos. Para el autor, el concepto de democracia deliberativa exige extender la acción comunicativa mediante procedimientos que garanticen la participación, el análisis y el debate y donde la búsqueda de consenso como resultado de estos procesos deliberativos constituya el punto de encuentro de intereses divergentes.

Lo dicho en el párrafo anterior puede parecer a primera vista un mero ejercicio académico. Nos podemos preguntar: ¿Qué tiene que ver esto con el debate instalado en España a propósito del referéndum previsto? Desde mi punto de vista está mucho más cerca de lo que a primera vista parece. Hace tan sólo unos días estaba leyendo a raíz del tema de Catalunya un artículo firmado por Francisco Rubio Llorente y titulado Un referéndum para Cataluña en el que a diferencia de la abrumadora mayoría de artículos que apelan al miedo, o a los exabruptos y denostaciones a propósito del citado referéndum, venía a defender de forma muy inteligente la necesidad de que desde las filas del nacionalismo español se adopten propuestas constructivas en relación al problema planteado y preconizaba que no se utilizase la apelación a la Constitución como un ariete para derribar lo que puede ser un debate abierto sobre este problema. Dice el autor, nada sospechoso de veleidades nacionalistas: "Muchos piensan, o pensamos, que esta (la consulta) debería hacerse aunque la Generalitat no lo hubiera pedido? es inexcusable hacerlo, por dolorosa que sea para muchos españoles (entre los que desde luego me cuento) la idea de una España sin Cataluña". No me refiero tanto a la propuesta de solución que el exmagistrado del Tribunal Constitucional propone, con la que me encuentro sustancialmente de acuerdo, sino que quiero destacar en este páramo de alternativas la lucidez con la que plantea la necesidad de abrir abiertamente el debate acerca de la posible separación de Catalunya y la necesidad de articular mecanismos de deliberación y de consulta.

Aportaciones como esta, desgraciadamente, son una excepción absoluta en un sinfín de declaraciones realizadas a modo de amenazas: latentes unas, manifiestas otras; de exabruptos relacionados con el usos más o menos velados de la fuerza, o de la utilización del Derecho como arma arrojadiza para impedir o inhibir comportamientos democráticos. La experiencia muestra que cuando se contrapone el Derecho como arquitectura jurídico-formal a los procedimientos democráticos o bien se mantiene por la fuerza o bien termina siendo un cascarón vacío y en cualquiera de los casos tiene todas las de perder.

Desde el anuncio de la convocatoria del referéndum han saltado todas las alarmas en el establishment político-mediático español, negando su posibilidad en unas ocasiones o actuando de forma amenazadora en otras. Parece que, de repente, se hubieran despertado de una pesadilla y actúan como si no entendieran qué es lo que les está pasando. ¿Cómo osan rechazar el modélico proceso que les hemos proporcionado?, se preguntan, sin entender bien este desconcierto general en el que está sumida la clase política española.

Ante esta incapacidad por entender lo que está sucediendo, derivada de la distorsión narrativa dominante que ha predominado en España en los últimos años y alentada a su vez, por el complejo político-mediático que domina todas las esferas de poder, solo les queda el asombro y la estupefacción, lo cual les lleva a interpretar lo que está pasando como fruto de una increíble enajenación mental que nos sacude a todos los nacionalistas periféricos. Para ellos somos víctimas de un adoctrinamiento masivo ya que vivimos en una especie de mundo orwelliano quienes no participamos en la definición de la España eterna.

¿A alguien le extraña que el ministro de turno se haya descolgado con la idea de españolizar vía educación a los que vivimos en las autonomías disidentes? ¡Y esto lo dicen quienes controlan ideológicamente de una forma u otra el 95% de los medios de comunicación españoles! ¡Qué más quisieran los nacionalismos históricos que tener este poder de persuasión! Pero, no importa, asistimos a la última boutade que, si no explica qué es lo que está pasando, al menos, tranquiliza conciencias institucionales que hace mucho tiempo han utilizado la demagogia y la exageración como última ratio en vez de abordar la raíz del problema.

A comienzos de la transición uno pensaba, ingenuamente me doy cuenta ahora, que una vez asentada la democracia en España esto iba a permitir por fin construir un Estado en el que la articulación política del mismo pasaría por una defensa de proyectos políticos sustentados en el marco de un debate alentado por la búsqueda del interés general. Y que la pugna legítima de modelos divergentes iba a sentar las bases de nuestra convivencia aún siendo conscientes de la precariedad del subsuelo. No hemos sido capaces de crear un Estado democrático capaz de combinar las diferentes identidades, de reconocerles su expresión como sujetos políticos y de afianzar un marco de convivencia quizás precario, pero efectivo a la hora de construir un edificio institucional en el que quepamos todos desde sus distintas sensibilidades. Frente a ello se ha intentado monopolizar a partir de expresiones identitarias con vocación de exclusividad: lo español, a pesar de que ha intentado revestirse con un ropaje de modernidad, ha tratado de reivindicar para sí un espacio hegemónico a expensas de los otros. El resultado es esta incapacidad para armonizar sensibilidades distintas y darles una expresión jurídico-política. Lo que nos ha llevado al desaguisado que ahora tenemos.

No es la independencia el demonio que hay que exorcizar, sino la incapacidad para abordar un marco consensuado de convivencia en el que quepan todos. Y, lo siento, no vale apelar a las leyes y a la Constitución aprobada a trancas y barrancas en algunas nacionalidades históricas como esquemas legitimadores de una inmovilidad. Hay que desarmar el discurso de la exageración y de la descalificación del otro, hay que establecer procesos deliberativos y dar cauce a fórmulas, quizás insatisfactorias, que permitan articular modelos de convivencia. Pero ello requiere a prioris que permitan situar el discurso político y que en la actualidad no se dan. El primer a priori básico es el de la validez de todas las expresiones en régimen de igualdad, el segundo el de la aceptación de todas las propuestas surgidas de procesos deliberativos que respeten las reglas democráticas de juego.

España, nos guste o no, tiene un déficit de legitimidad en algunos territorios que solo se solventará mediante el desarrollo de procesos deliberativos que pongan encima de la mesa propuestas políticas que partan de la premisa de que cualquier solución política puede ser posible siempre que se respeten las reglas del juego democrático. Consecuentemente, tenemos que convencernos de que una convivencia normalizada solo se dará cuando todas las expresiones identitarias puedan tener cauce de expresión política en nuestro sistema de convivencia y que el logro de equilibrios precarios son funcionalmente necesarios para articular políticamente el Estado.

Pero esto requiere de actores, de sujetos políticos que estén a la altura del momento, y, sinceramente, es aquí donde observo que España ha perdido la batalla discursiva con el Partido Popular tratando de buscar las esencias patrias y el PSOE en una deriva hacia no se sabe dónde que le lleva a metamorfosearse hasta límites insospechados, y donde lo inaceptable y lo intocable como por arte de birlibirloque es modificado de la noche a la mañana.

A menudo escucho a las fuerzas representativas del status quo actual quejarse de que frente a las propuestas de los nacionalistas no se ven otras alternativas y tienen que recurrir a una especie de demonización permanente para tratar de arrumbarlas. Como el pensamiento teórico actual muestra, en un proceso deliberativo propio de una sociedad democrática avanzada, solo los criterios argumentativos basados en la fuerza de la razón tienen consistencia, no los fundamentados en criterios de autoridad. La necesidad de legitimación de una propuesta pasa por la necesidad de someter sus postulados a los dictados de la razón, es ahí donde radica la debilidad del pensamiento político constitucional que se niega a mover un ápice la arquitectura institucional y que es arrojado como arma frente a quienes pretenden su actualización o modificación.

En los últimos años hemos visto desechar distintas propuestas provenientes de las nacionalidades históricas, todas ellas tachadas de inaceptables por distintas razones de todos conocidas. Algunos llegaron a reírse y las tacharon de ensoñaciones, locuras y demás epítetos. Con todos sus defectos, constituían puntos de partida desde donde configurar nuevos espacios de convivencia. Lo que el constitucionalismo español, henchido de una soberbia institucional, no quiso abordar o, mejor dicho, echó por la borda fue la posibilidad de utilizar estos instrumentos como propuestas inteligentes desde donde refundar una nueva convivencia, tratando de llegar a pactos posibles que habrían posibilitado acuerdos y formas de convivencia que hoy se nos hacen tan necesarias.

Si se hubiera actuado de esta manera, los partidarios del orden constitucional en su versión actual se habrían dado cuenta de que no todos los nacionalismos son iguales, de que posiblemente con pequeñas modificaciones la convivencia de los pueblos de España habría sido posible, de que, incluso, el Estado de las Autonomías tan denostado ha sido un buen instrumento a la hora de resolver el secular atraso histórico de algunas regiones españolas, solo que sin las tutelas impuestas por el Estado. Y que, en definitiva, podrían haber desatascado el problema principal de España cual es: conseguir que las expresiones identitarias sean sujetos políticos en un marco de convivencia en común.

En definitiva, habrían abandonado esa actitud de sospecha proveniente del régimen anterior y habrían entendido algo que es elemental: que los nacionalistas no odiamos a los pueblos de España, todo lo contrario, que lo único que queremos es establecer un marco de convivencia amigable y cooperativo sin perder nuestra personalidad jurídica y política y que es mucho mejor desarrollar procesos deliberativos que permitan llegar a acuerdos razonables, aunque nos alejemos de concepciones esencialistas vinculadas a la España eterna que dar pábulo a esta lógica de enfrentamiento que nos lleva a futuros inciertos y por la cual hoy se echan las manos a la cabeza preguntándose: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Esta es la razón por la que España está en una encrucijada complicada, mucho más que Catalunya y Euskadi en este momento, porque a la altura del siglo XXI todo proceso que frente a razones argumentativas emanadas de procedimientos democráticos oponga razones de autoridad por encima de los sujetos representados, a la corta o la larga está condenado al fracaso.