El complejo Casandra
cASANDRA, una de las hijas del último rey de Troya, tenía un don sobre el que pesaba una maldición: aunque era capaz de adivinar el futuro, estaba condenada a no ser creída jamás por nadie. Su pecado había sido ser libre y haberse permitido el lujo de rechazar el amor del dios Apolo, lo que en una sociedad misógina y machista como la griega estaba peor que mal visto. Si es cierto que detrás de todo mito hay una moraleja, la que se oculta tras éste no puede ser más clara: las pobres mujeres griegas habían de ser absolutamente sumisas salvo que quisieran acabar como Casandra, aisladas, ignoradas y víctimas de un destino cruel como el suyo, finalmente raptada, violada y asesinada.
Pero más allá de la venenosa moraleja, el mito también ha dado pie para poner nombre al síndrome de Casandra, que padecen quienes sospechan que no son creídos pese a que dicen la verdad. Un síndrome que viene al pelo para ilustrar el triste caso del periodista pakistaní Ahmed Rashid, autor de numerosos libros sobre Asia Central, víctima de varios intentos de asesinato y una de las mentes más preclaras de esa región. A través de su trabajo junto a diplomáticos como Francesc Vendrell, Rashid ha tratado en los últimos lustros de explicar que el problema en esa región es el total desprecio hacia la libertad o la vida por parte de una serie de tiranos, unos combatidos por Occidente y otros decididamente apoyados y financiados. Asusta y enfada ver cómo en artículos suyos de hace cinco y hasta diez años esbozaba ya con toda claridad cuáles eran los males de esos países y cómo atajarlos. Un análisis tan certero que le hizo ganarse inmediatamente el respeto de miles de personas comprometidas con la defensa de los DD.HH. en la región y el odio de decenas de gobiernos y servicios secretos, como los de su propio país.
Aún así, siendo tan respetado y tan odiado, autor de unos libros tan vendidos y habiendo participado en foros de tanto renombre, parece que sobre Ahmed Rashid, como sobre Casandra, pesa la maldición del que, pese a ser oído, nunca es escuchado. Ni siquiera por aquellos que con presunto interés se acercaron a él a preguntarle su opinión, como ha sido el caso de algunas administraciones de EE.UU.
Se ha hecho todo lo contrario: seguir dando dinero a los servicios secretos pakistaníes, los forjadores finales de Al Qaeda y un auténtico Estado dentro de ese Estado, continuar apoyando a los tiranos del Asia Central exsoviética, herederos de los más negros días del gulag stalinista y financiando a los corruptos señores de la guerra afganos, en lugar de invertir en la gente, en su futuro, en su educación, con lo que cada día que pasa la presión de los talibanes es cada vez mayor.
Y al igual que Troya cayó porque nadie quiso escuchar a Casandra, el Afganistán cercado por la guerrilla talibán se disuelve en medio de la sangre de decenas de miles de inocentes. A lo que hay que sumar la psicosis que está provocando entre los soldados occidentales el miedo a ser asesinados por alguno de los soldados amigos afganos, teóricamente armados para defender el país de la amenaza del integrismo. Un curioso caballo de madera éste, que ha provocado ya más muertes por suicidio entre los veteranos norteamericanos repatriados que entre las propias tropas combatientes.
Nada que no predijese Rashid hace años y algo que podría haberse evitado, mitigado al menos, de haberle hecho caso. Pero no oír es mucho más sencillo que reconocer un error, sea uno un rey de Troya o un dirigente moderno.