UNO de los axiomas que esta crisis se ha ocupado en desmontar es que aquello que hasta hace poco parecía imperecedero, resulta ser frágil y efímero, concepto tan válido en el ámbito del empleo como en los valores morales y en las instituciones públicas. En estos tiempos de fatalismo social, la crisis va trazando sobre nuestra geografía urbana su nuevo mapa arqueológico. Persianas bajadas, naves vacías, comercios cerrados y epígrafes de "Se vende", "Se alquila" o "Se traspasa" son tan corrientes como la fisonomía de una farola, mientras observamos con estupor los restos fósiles de una industria que hasta hace no mucho creíamos que formaba parte de un paisaje inmutable, al igual que las murallas o la estatua de Mariblanca. Los únicos negocios que parecen sortear la ruina son los regentados por asiáticos y las grandes superficies. Tal es así, que días pasados el señor Juan Roig, conspicuo patrón de Mercadona, en un alarde de imaginación, nos proponía la fórmula perfecta para atenuar el caos económico: un establecimiento de gran superficie, eso sí, chino.

Con todo, por muy turbador que suene, lo que hace que esta catástrofe adquiera la proporción de una condena bíblica es el hecho de coincidir en el tiempo con la inmensa corrupción que infecta el tejido político y económico, con el canibalismo del sector bancario y financiero y la incapacidad de un Estado zombi, vendido a los dictados de Europa y sus mercados.

Esta crisis y el miedo que la sustenta están propiciando que el segundo tsunami económico en lo que va de siglo logre lo que no pudieron conseguir los neocons del primero: convencer a no pocos currantes de que la obscena receta propuesta por los auténticos responsables de este desastre -que los que tienen poco, tengan todavía menos-, sea la única capaz de sacarnos del hoyo. A este paso, pronto querrán persuadirnos de las bondades de la mano de obra esclava, de las ventajas de pagar impuestos de ricos sin salir de pobres, y de hacernos renunciar a un sueño ya casi inalcanzable: ser mileurista.

De esta enfermedad contemporánea, surge la perplejidad ante una jerarquía que ha hecho del dinero su único criterio moral, hasta convertir en virtud la búsqueda del interés material. Solo que en esta ocasión, en vez de situarse al margen de la ley, han preferido apropiársela. De modo que, siguiendo los preceptos de la más fría legalidad, padecemos el crecimiento salvaje de las desigualdades y los abusos del poder no democrático -desde el económico hasta el mediático-, frente a los cuales el Gobierno de turno se declara impotente, sin que ello parezca causarnos indignación, salvo en momentos muy puntuales de estallido popular.

En periodos de corrupción generalizada no hay izquierdas ni derechas, sino rufianes y mafiosos, especuladores y evasores de impuestos, tecnócratas y burócratas de la cosa pública, con su cháchara de declaraciones, comunicados y notas de prensa, para decir sin despeinarse que la política, tal y como la hemos conocido hasta ahora, ha mutado en una economía global, y que no cabe más que la aceptación de los límites fijados por el BCE. No sé si seremos muy conscientes de lo que está ocurriendo, pero me temo que asistimos a un profundo cambio del modelo social, empeñado en consolidar la hegemonía de la economía -más en concreto, la privatización de la economía- en detrimento de la política, y todo ello sintetizado en un eslogan terminal que ya circula por las cuatro esquinas de este país: "No hay alternativa".

Sin estar seguro de ello, creo que lo que queda detrás de este eufemismo es la ocasión para desmontar las conquistas sociales, hasta extraer de sus escombros un capitalismo más barato, más desregulado, esto es, más depredador, sostenido sobre una letanía que nos inculca la necesidad de alabar a los que más tienen, por ser los únicos que crean empleo; de aceptar como bovinos la humillación salarial y perpetuar las diferencias sociales como única salida posible; de aplaudir la descapitalización de sistema educativo, sanitario y los medios de comunicación públicos a favor del privado, y pontificar la austeridad como base ideológica, o peor, mediante el apólogo del miedo como hilo conductor.

En este manual de la resignación con el que se nos invita a encarar el siglo XXI, basado en la precarización y la privatización como ejes fundamentales, no es de extrañar que después de hacer exactamente lo contrario a lo que prometió en campaña, el presidente del Gobierno diga que no estamos para pabellones, autopistas ni aeropuertos, después de que su partido vaciara las arcas públicas de algunas autonomías, con esperpénticas instalaciones levantadas a mayor gloria de sus dirigentes; que prometa mano dura contra el fraude, y de seguido recorte un 5% de los presupuestos a la Agencia Tributaria, es decir, de la inspección fiscal; o que permita que Madrid y Barcelona cortejen a un magnate norteamericano de dudosa notoriedad, para que instale su macronegocio del juego (el viaje de sus dirigentes a Las Vegas rozó el ridículo más infamante) prometiendo exenciones fiscales, laborales o urbanísticas, como un limbo alegal a la medida del susodicho. Además de los infortunios diarios del paro, los recortes en inversión, educación, cultura, innovación, servicios sociales básicos, etcétera.

A nadie extraña ya eso, pero lo que deviene inenarrable es que el presidente del Gobierno, armándose de solemnidad, se despache ahora con el sofisma de la amnistía fiscal para los defraudadores de Hacienda. Ante semejante show dialéctico, ¿qué principio moral debe asumir el ciudadano corriente cuando, después de pagar a duras penas sus impuestos, sepa que a los delincuentes de corbata y cuello duro se les va a exonerar de sus obligaciones tributarias, de un dinero que en muchos casos procederá de la prostitución, el narcotráfico, la venta de armas o el ladrillo especulativo? ¿No incurre la amnistía fiscal en una flagrante ilegalidad según la legislación vigente? ¿No nos decían los padres de la patria que el principio fundamental del Estado de Derecho se sustentaba en la igualdad ante la ley?

Hace algún tiempo que económicamente estamos intervenidos de facto, pero todo indica que políticamente, si no lo estamos ya, lo padecemos como tal. Es evidente que el que tiene poder pone sus condiciones, y que el Gobierno se muestra cada vez más desmañado, promulgando actuaciones suicidas, acomodando la ley según convenga a determinados sectores sociales, y todo para cumplir la trillada sarta de contentar a los mercados o de ajustar el control del déficit.

Ahora, persignados ante el caos, y después de haber logrado el mejor de los mundos posibles, no nos queda más que evocar a Groucho, cuando decía que partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cotas de miseria.