ME susurran al oído que los habitantes de Grecia se han vestido con el traje del miedo, han perdido la alegría, han dejado de ser esas personas que reciben a quien llega de fuera, que charlan con cualquiera para comunicar su vida interior, ese pueblo para quien el vecindario no es una acumulación de números abstractos con quienes alguien se cruza en el ascensor, porque lo suyo es la curiosidad por conocer, por divertirse, por bailar, por cantar, por saludarse cálidamente.
En la tragedia griega, el destino se impone sobre los héroes. Y los héroes no tienen más remedio que hacer lo que les indica el destino, en este caso el mercado, en este caso la deuda. ¿Pero no era lo mismo? Esa desbordante imaginación griega que prefiere la calle, la acera, el parque, para relacionarse, está exportando tristeza y miedo a otros países del entorno. Se divisa en el mapa rumorológico: una borrasca de miedo baña el Mediterráneo y emborrona la sana alegría de sus costas.
La familia, con padres, abuelos, tíos, primos, sobrinos y demás parientes vuelve a servir para tapar heridas, para reunirse, para disimilar las grietas, o para compartir las lágrimas, en un colchón amortiguador de dificultades económicas. Y eso se asoma también allí donde aún queda.
Los secretos del miedo no terminan por desvelarse, aunque el miedo es una plaga que se transmite más allá de las fronteras. Está clavando raíces y tentáculos en otras fronteras. Se enrosca en el aire y vuelve a caer sobre nuevas víctimas, como si buscase la nada. Y cuando provoca desesperanza se convierte en un mal mensajero, porque cuando el susto se instala en el cuerpo se paraliza, no avanza.
Necesitamos es una nueva mirada. Más allá de las soluciones puramente económicas. El paro también descorazona y daña, no hay duda. Perder tantas conquistas, vivir de otra manera, adquirir nuevas destrezas, desmarcarse de este surco dañino, a cualquier precio. Son ásperos los dedos de este tiempo, pero el tiempo no se para, y tiene futuro, y llegará el cambio. Solo que sin hacer nada la espera se hace demasiado larga. Y quienes tenemos cubiertas, más o menos, las espaldas -¿quién lo sabe?- tenemos la obligación de respirar este aire.
Una persona en paro es invisible, casi no es un yo, pero sigue siendo una persona con necesidades y dignidad, y futuro. No pueden estar tantas esperanzas pendientes de una cuenta de resultados de un banco, o de una estadística, o de una expectativa macroeconómica. Es preciso negarse a aceptarlo, para superar el miedo, para no quedarnos paralizados, para que la tragedia griega no se apropie de nuestro destino, desde el Mediterráneo hasta el Cantábrico. No podemos alimentar el fuego del miedo, ni ser cómplices ante sus amenazas para que resurja el empoderamiento individual y social. Si dudamos de nuestras propias capacidades y nos quedamos mirando constantemente los mensajes sombríos de los informativos, lo que hacemos en realidad es vendarnos los ojos y quedarnos paralizados.
No sabemos dónde se encuentran las pistas del camino, las sombras adecuadas, el cauce preciso, los hombros para las lágrimas, la decisión de la sangre, el miedo al fracaso, el engaño programado, el soplo amargo que desmantela tango logro por el que muchas personas han luchado. Pero si nos quedamos cruzados de brazos, con la mirada indefinida en la pantalla de la televisión, jamás nos llenaremos de esperanza, jamás dejaremos a un lado el traje del miedo, porque hay que darle una patada en el culo al miedo, porque lo demanda una especie de sed colectiva que alguien tiene que saciar. No hay recetas, pero hay mañana, hay esperanza.