LA ciencia social resulta siempre más astuta a posteriori. Por eso, una vez que los hechos han pasado, al historiador le resulta mucho más fácil reconstruir las causalidades que con mayor probabilidad obraron esos resultados. Aunque, por defecto, y en este caso humano, en todo relato es difícil separar la realidad de la ficción, ya que son los recuerdos rehechos y los pasados manipulados los que habitualmente dan la razón al mejor pagador, invitando, a la vez que aleccionando, a los profanos a interpretar convenientemente la historia oficial.

Esto es una constante permanente dentro de la ecuación social, donde la incógnita, una vez despejada, siempre se corresponde con la variable dependiente del vencedor. Parece como si una jerarquía de poder se hubiese establecido en la eternidad o en las diversas circunstancias de decisión, de manera que cuando la fuerza mayor está presente, las menores no lo están, dándonos a entender que toda conducta humana se basa en el interés propio y en el egoísmo. Por consiguiente, toda moralidad histórica se traduce en la satisfacción de los deseos de los vencedores. Esta idea ha sido repetida, es repetida, hasta la saciedad, y es entendida por todos por la sencillez constate con que aborda su contenido pretérito: vencedores contra vencidos, poderosos ante débiles, ricos frente a pobres.

Es evidente que para fortalecer la hipótesis citada debemos probar que nos estamos refiriendo efectivamente a una visión simplificadora y deformada de la que ha sido la realidad, demostrando que la interpretación dominante depende de una idealización a posteriori, como hemos dicho, constituida por elementos exagerados, encubiertos, mitificados, deformados, olvidados y hasta inventados. Sabemos que los humanos conformamos nuestra historia a través de recuerdos seleccionados minuciosamente, soportando y cimentando las raíces que nos definen, normalmente fechas señaladas, sobre acontecimientos que se van hilando en la rueca de los vencedores, o mejor dicho, de los que nunca han perdido, ajustándolos en su deformación para que la realidad de los discursos legitimen y den sentido a los gobernantes del presente, aunque para ello hayan usurpado la verdad y la ética a la realidad. A la otra realidad, a la que no siempre es amable, pero que tiene la virtud de ser más pedagógica que la mentira oficial.

En este país somos especialistas en edificar estas patrañas oficialistas. A nuestros gobernantes les gusta tanto lo "políticamente correcto" que hasta quieren que no haya piquetes en las huelgas, como si las restricciones viniesen de los trabajadores, no de sus carnívoras normas laborales. Es lo que llevamos haciendo durante más de doscientos años. Los mandatarios celebran La Pepa, una constitución liberal que fue derogada y abolida por la monarquía borbónica que hoy, paradójicamente, ella misma nos ejemplariza, de la misma manera que los grupos políticos conservadores preconizan su lado democrático. Es lo correcto. Es lo mismo que nos hicieron con la Inmaculada Transición, en expresión de Vidal-Beneyto.

Los actores del famoso consenso político y de los pactos económicos coincidieron en que lo necesario para la nueva democracia pasaba por adaptar al franquismo a las nuevas necesidades sociales sin sacrificar su esencia. Se olvidaron, para eso eran los que ganaron -otros traicionaron-, de la República. Y de nuevo asomó a escena la familia Borbón. El "atado y bien atado" del demiurgo franquista aclaró la situación: basta recordar la V Ley Fundamental franquista de 1947, de sucesión de la Jefatura del Estado, con la creación del Consejo de Regencia y del Consejo del Reino, y el nombramiento del actual monarca, en junio de 1969, como sucesor del Caudillo, "por la gracia de Dios".

De lo que se trataba era de adecuar al nuevo contexto democrático, un sistema social y económico que era, en buena medida, el que se había heredado del franquismo. ¿Y la II República?

La II República -no nos olvidemos que era el último poder legítimo antes del franquismo- ha sido silenciada, olvidada y denigrada por el poder de este país. Como lo fueron las Germanías y los Comuneros, la I República, los movimientos independentistas y las colectividades libertarias, los sistemas de educación progresistas y la igualdad entre mujeres y hombres, pese a las palabras del actual ministro de Justicia. Todas estas fechas y hechos no son reconocidos oficialmente. Muchas de sus víctimas todavía vagabundean por las cunetas del suelo que gobierna su gran mentira. Este es el absurdo resultado de la ruptura pactada, como expresión exitosa y correcta que se utiliza para definir a la alianza entre el supuesto estado democrático y el poder a la hora de determinar las nuevas reglas del juego.

Hoy son los intereses financiero-empresariales quienes controlan el gobierno, antes también. Para llevar a cabo este proceso político, en el que la gran banca y los grandes empresarios a veces determinan como tiene que caminar la hoja de ruta democrática, el poder económico es consciente de que no tiene que asomarse demasiado -siempre le ha gustado estar en la sombra- dejando a otros el placer de aparentar y disfrutar abiertamente, a cambio, claro está, de poder participar e integrarse en cualquier sistema que no le dé muchos quebraderos de cabeza.

Volviendo al principio, vemos que hay situaciones muy sensibles a las condiciones iniciales de cualquier proceso humano que se empeñan en volver recurrentemente, tramitando situaciones de movimiento no muy definidas, que finalmente son atraídas por otros movimientos mejor definidos y más poderosos. Es la pervivencia de unos protocolos de comportamiento que, acostumbrados a repetirse, tienen más posibilidades de permanecer que lo novedoso, como por ejemplo los borbones o los poderes financieros. Aunque estas, a veces insignificantes, variaciones pueden implicar grandes interferencias en el comportamiento futuro -como lo fue la República- complicando la predicción a largo plazo, no es lo frecuente.

Sobre todo, en lo que se refiere a las instituciones de poder social instauradas ancestralmente en el trono de la decisión. En rigor podemos afirmar que nos dominan sistemas determinísticos, es decir; su comportamiento puede ser completamente determinado conociendo sus condiciones iniciales. Lo único que se les escapa son las demandas de reparación moral, ya no económicas, pero ni hasta eso están dispuestos a otorgar.

Para concluir, como hemos visto, la historia sucede en la combinación, siempre abierta, entre las estructuras, los actores colectivos e individuales y la conciencia que portan los diferentes actores. El lugar donde estamos siempre es un punto de salida para las siguientes generaciones. Una generación cuya mirada oscila entre el escepticismo y la renuncia, que desconfía de los discursos de poder, pero que no está dispuesta a derrochar energía política por cosas que no identifique desde su descreimiento de lo concreto, está condenada a no saber para qué sirve la soberanía del pueblo, para qué vale un Parlamento donde no se toman decisiones más que para aprobar recortes sociales impuestos desde el exterior en favor de las grandes financieras o a no entender que somos un país colonizado y devaluado por las primeras potencias mundiales.

Hay múltiples maneras de mirar la realidad social. En este caso, repasando nuestra historia, pero no la oficial, sino la que no nos han contado para tomar conciencia y reflexiona sobre la necesidad de un diálogo -incluso una discusión- sobre la base de las diferencias generacionales. Insisto: no como categoría que agote la discusión ni sea suficiente para otorgar explicaciones, pero sí para alumbrar aspectos que otros análisis han dejado en zonas oscuras que es preciso iluminar, no caminado según sopla el viento.