ASÍ, como lo han leído. Algunos curas guipuzcoanos no se confiesan. Fue un lamento del Obispo de San Sebastián ante su Consejo del Presbiterio y sigue siendo un tema de gran actualidad en la Iglesia. Efectivamente, no sólo los curas guipuzcoanos, sino infinidad de católicos que celebran la fe, incluida la recepción de la Eucaristía, no pasan por el confesionario. Porque lo que está en crisis no es la conciencia de la necesidad del sacramento del perdón y de la misericordia de Dios, sino la obligatoriedad de la apertura de la intimidad, que toca de modo sustancial la dignidad de la persona. Muchos creyentes hoy siguen recibiendo el sacramento del perdón en celebraciones comunitarias que se ofrecen en muchas parroquias. Son celebraciones que encajan perfectamente en muchos sectores católicos que aceptaron plenamente el Vaticano II y tuvieron una maduración de su conciencia moral. Obviamente sí que hay que reconocer que estamos en una cultura de la irresponsabilidad, del considerarse inocente de toda culpabilidad desde ese principio pleno de inmadurez del "ni robo ni mato". Pero la realidad del problema de este sacramento está en la crisis de una forma caduca y vetusta de celebrarlo. Precisamente, la exigencia de la manifestación explícita de los pecados desprestigia al sacramento de la penitencia, a veces llamado impropiamente de la confesión. Tal desprestigio no ha sido solo por el hastío producido por exámenes de conciencia e interrogatorios humillantes que, en demasiadas ocasiones, buscaban el control de las mismas conciencias y han dejado a veces secuelas nocivas para el espíritu. En el rechazo de la obligatoriedad de la confesión, ésta es la parte accidental. Lo sustancial es que los rectores de la Iglesia parecen obviar la gran evolución que el ser humano ha protagonizado en aspectos básicos de sus derechos inalienables y de su dignidad. Los creyentes no desprecian el sacramento del perdón. Lo pueden arruinar algunas formas o insistencias obsoletas.
La celebración del sacramento de la penitencia, desde la primitiva Iglesia, pasó por varios estadios. En los primeros momentos, se tenían en consideración los pecados públicos que se trataban en penitencias también públicas. Eran variados los modos de hacer penitencia y recibir el perdón a través de la comunidad. El cambio decisivo en la práctica penitencial fue iniciado por el monacato egipcio. La confesión de las faltas a un abad se concebía como concreción de la dirección espiritual. Esta práctica se extendió al monacato occidental. La actual se formalizó jurídicamente en un decreto del IV Concilio de Letrán en1215, que imponía la obligatoriedad de la confesión anual de los pecados graves antes de la comunión pascual. Trento ratificó esta doctrina como parte esencial del sacramento en el siglo XVI.
Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia, con las celebraciones comunitarias, enriqueció sensiblemente este sacramento, pero exigiendo siempre la confesión de los pecados graves en la propia celebración, si se administra el sacramento individualmente, o después de la celebración, si se imparte la absolución general.
Es bien sabido por cualquier creyente responsable que la conciencia ha de ser formada, ilustrada y revisada para no caer en un subjetivismo siempre indulgente para con uno mismo. Esto llevó a los monjes a desarrollar la práctica de la dirección espiritual. Abrían libremente su interior a un sacerdote para aclarar y formar su conciencia, después expresaban su arrepentimiento y recibían el perdón. Pero lo que tanto entonces como hoy era y es una práctica recomendable pasó a ser elemento clave y exigible para recibir el perdón. La celebración de un sacramento, signo de la presencia de Jesús en el perdón de Dios, tomaba la forma de un juicio, en el que al presbítero le tocaba juzgar a la luz de lo manifestado obligatoriamente por el penitente.
Durante muchos siglos, la Iglesia se había atribuido una autoridad absoluta sobre sus fieles y sus conciencias y, basándose en el principio de que "fuera de la Iglesia no hay salvación", puso en práctica una acción pastoral agobiante. Sé que desde criterios éticos de hoy no se puede juzgar a aquella Iglesia. Pero es que cuando, por el influjo de la Ilustración, nació la Modernidad, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, la Iglesia, junto a las monarquías absolutistas, fue el faro que alumbró y guió todo el espíritu reaccionario de la época. El horizonte de las libertades y los derechos de la persona tardó demasiado tiempo en brotar en los recovecos de la teología y la pastoral eclesiales.
Los días del Vaticano II alumbraron nuevos horizontes en la Iglesia. Pero, desde los inicios de la década de los 80, han revivido con fuerza unos modos de pensar y actuar rancios, con olor a siglos muy pasados; en muchos ámbitos han rebrotado con enorme fuerza concepciones fundamentalistas y exclusivistas del cristianismo y se siguen dando prácticas absolutistas en el modo de pastorear, gobernar y tratar a las personas, generadoras en demasiados casos de mucho dolor. En este contexto ideológico, se instala en sectores mayoritarios de la jerarquía una enorme inquietud por lo que creen que es un abandono del sacramento.
Es justo dejar consignado aquí el trabajo infatigable de una legión infinita de beneméritos sacerdotes que se han sentado en los confesionarios y han llevado mucha paz a tantos hombres y mujeres a lo largo de los siglos. Pero hoy las cosas han cambiado sustancialmente. En el mundo moderno se ha recuperado la conciencia del valor infinito de la dignidad humana. El hombre y la mujer han ido descubriendo el sentido de la libertad y del valor sacrosanto de la intimidad. Muchos pensamos que la Iglesia no tiene ninguna autoridad para exigir la apertura de los pliegues más profundos de la conciencia. Es el recinto más sagrado de la persona, su propia mismidad, algo nunca susceptible de ser hollado ni manoseado.
La confesión explícita y obligatoria de los pecados graves o mortales, bajo penas gravísimas, no puede ser el peaje exigible para recibir de manos de un sacerdote el perdón de Dios. De ahí, en buena parte, el abandono masivo del confesionario en los tiempos actuales. En muchos espacios de la Iglesia no se ha perdido el sentido del pecado, sino que se ha redescubierto el valor supremo de la dignidad. El único peaje imprescindible para obtener el perdón del Dios de la misericordia es una actitud de arrepentimiento sincero y el propósito de mejorar y enderezar la relación con Dios y los hermanos ante el ministro del sacramento.
No creo confundirme al pensar que muchos curas y feligreses guipuzcoanos, se confiesen o no, están situados, más o menos, en este marco antropológico y teológico.