Apesar del silencio informativo casi absoluto de los últimos años, lo que ha pasado en Islandia es tan sorprendente que finalmente ha sido conocido por el resto de Europa. En 2008, comenzaron a nacionalizar los principales bancos del país. El gobierno dimitió forzado por las quejas de los ciudadanos, que solo golpeaban cacerolas para hacer ruido y lanzaban huevos a los ministros. Además, una vez celebradas nuevas elecciones, todo pareció volver a ser igual que antes ya que los propietarios de la deuda de los bancos que habían quebrado, principalmente británicos y holandeses, exigían al gobierno de Islandia su devolución. ¿Pero no habíamos quedado en que hay que distinguir entre el mercado y el Estado? Pues no, solo se distingue si hay beneficios, que son privados. Cuando hay pérdidas, todos los ciudadanos deben arrimar el hombro y endeudarse por dos generaciones para que los inversores no pierdan. A eso le llaman dar confianza a los mercados.
Sin embargo, los islandeses reaccionaron ante el escándalo (otros, todos los demás, no). Exigieron votar en referéndum la medida y dijeron que en ningún caso pagarían todos por los errores de algunas compañías. También dejaron claro que no asumirían las consecuencias de la ineptitud de sus gobernantes, que ahora se defienden en los tribunales con elevado riesgo de ir a la cárcel. El pueblo islandés también hizo autocrítica y reconoció que había vivido por encima de sus posibilidades. En Islandia, ha habido un debate público autocrítico y constructivo. Y pacífico, extraordinariamente pacífico dado el volumen de latrocinio de fondos públicos del que estamos hablando. Podría pensarse que la gente es hasta demasiado buena. Pero mejor así, porque si algún estúpido comete el error de indignarse demasiado y traspasa cierta línea, se lo pone muy fácil a quienes no quieren debatir y prefieren reprimir. Los islandeses no cometieron ese error.
Finalmente, por si todo lo anterior no fuese suficiente, se pidieron voluntarios para redactar una nueva Constitución. Solo debían ser mayores de edad y estar avalados por 30 personas. Se presentaron algo más de 500 voluntarios y voluntarias y la gente eligió a 25, que están ya sintetizando las propuestas que reciben de ciudadanos, asociaciones, etc. La democracia islandesa nos da así una lección capital: todos podemos cometer errores, también ellos vivieron por encima de sus posibilidades, pero solo los más inteligentes son capaces de aprender y corregir el rumbo. Y además, pacíficamente. Islandia es hoy, se quiera o no, un referente para todos.
Ya ha habido quien señala que, por muy interesante que resulte la experiencia islandesa, no es exportable. Para algunos, lo bueno nunca es exportable. Sin embargo, esos mismos hace unos años nos recomendaban seguir los pasos del Reino Unido o Estados Unidos con sus privatizaciones, relaciones cada vez más fluidas entre lo público y lo privado, autorregulación de las empresas, etc. Es cierto que Islandia es un país muy pequeño y que algunos elementos de su democracia no pueden copiarse sin más en Estados más grandes. Pero incluso quien acepte esto debe reconocer que lo más interesante de la democracia islandesa radica en su cultura democrática. Lo realmente sorprendente y maravilloso de la democracia islandesa son sus ciudadanos y ciudadanas, su forma de entender la democracia y el respeto que demuestran hacia sus instituciones con hechos, y no solo con bonitas palabras.
El pueblo islandés ha demostrado que cuando la gente es consciente de sus derechos y los defiende consigue controlar al poder político y meter en cintura al poder financiero. Hace unos años, un profesor catalán experto en federalismo asimétrico impartió una conferencia en Bilbao sobre el encaje de Quebec en Canadá, el referéndum y la famosa sentencia judicial que obligaba al gobierno central a negociar si los francófonos finalmente aprobaban la secesión. Al final de la charla, alguien le preguntó qué es lo que más admiraba del caso de Quebec. Él sonrió, consciente de la reacción que causaría su respuesta, y dijo: "Lo que más admiro de Quebec es Canadá". Si existiese esa cultura democrática en España mejor nos iría a vascos y catalanes. La anécdota ilustra la importancia de distinguir entre la democracia formal, con sus instituciones, jueces, partidos, etc., y la cultura democrática de los ciudadanos. Es decir, que la misma institución en dos países distintos puede actuar de forma muy diferente. La principal razón consiste en cómo interpreten los ciudadanos dicha institución, es decir, la forma en que la opinión pública se preocupe por controlar a sus cargos públicos o la coherencia entre lo que la ley dice y lo que la gente hace.
Se podrían poner muchos ejemplos, cada uno con sus propios matices. Pero lo que se quiere decir aquí es algo muy sencillo. En el fondo, la cultura democrática consiste en tomarse en serio a sí mismo. Tomarse en serio que lo público es algo de todos, no es eso que no es de nadie y, por lo tanto, nadie defiende. Al contrario, un país posee una buena cultura democrática cuando es muy consciente de que sus intereses y valores principales no son solo individuales, sino que sin la protección del colectivo nunca estarán defendidos del todo. Así que la cultura democrática casi podría resumirse en la idea de lo público.
Los islandeses han demostrado que creen en lo público y que quieren defenderlo. Lo han demostrado con sus manifestaciones y actos políticos, desde el voto hasta la creación de nuevas propuestas políticas, pasando por el paso al frente de esos ciudadanos que han sacrificado su tiempo para redactar una nueva constitución. Al hacerlo, también han demostrado que su idea de lo público no olvida que la constitución está al servicio de sus ciudadanos, que debe adaptarse a las necesidades de éstos y no al revés. Aquí, esto sería imposible. Si los grandes partidos españoles no consiguen ponerse de acuerdo ni en la renovación de jueces del Tribunal Constitucional, ¿cómo podrían ponerse de acuerdo en una reforma de la Constitución en serio?
Además, el pueblo islandés ha seguido muy de cerca los debates, ha leído los periódicos con interés, ha enviado cartas para mostrar su opinión argumentada sobre los temas públicos. La democracia islandesa tiene futuro porque sus habitantes se interesan por la política, participan activamente y, cuando han tratado de impedírselo, han derribado al gobierno y han limpiado su clase política. Cuando se han sentido defraudados por sus responsables y gestores públicos, les han exigido responsabilidades, no solo políticas, sino por vía judicial.
Solo interesándose por los asuntos públicos, es decir, los que afectan a todos y todas, han logrado controlar al poder político y financiero. Y eso siendo un país pequeño. En contra de lo que algunos gritan, que Islandia es demasiado pequeña para poder ser copiada, algunos pensamos que eso le da más mérito. Y si el problema fuese el tamaño, como demócratas que somos, deberíamos plantearnos la viabilidad de Estados tan grandes, agrupando a tantos pueblos y naciones distintos. De modo que, si el tamaño no importa, copiemos lo bueno que han hecho los islandeses. Y si el tamaño sí importa, adaptemos los Estados a una dimensión manejable que nos permita controlar efectivamente al poder político.