REFLEXIONAR aquí sobre la realidad política tiende a inclinarnos a una visión pesimista avalada por un desarrollo histórico determinado. Sobre todo por el de los dos últimos siglos y fuera de España, en Europa, singularmente por el desarrollo histórico del final del siglo XX y los primeros años del siglo XXI.
La política es, por lo general, de horizontes muy estrechos en la práctica. Tanto hacia el pretérito como hacia el futuro. Se encastilla en el presente. Pero el presente está grávido de pasado. Para intentar superar la angostura de miras y de movimientos, hay que tener en cuenta la historia que pesa sobre él. Y hay que tenerla en cuenta desde fechas secularmente lejanas y con el mayor esfuerzo posible de acercarse a su realidad, ésta de captación siempre difícil.
España, que no ha tenido jamás una revolución, al menos una auténtica, contra el Antiguo Régimen; siempre ha sentido a su burguesía maridada con el estatus imperante y a una clase obrera tan impotente como en cualquier otro Estado occidental. De aquí que se compenetran en nuestros pagos autoritarismo y servilismo.
Y ¿qué decir de Euskadi? Aquí hemos tenido varias guerras carlistas. No sólo brilla, pues, por su ausencia la revolución, sino que hasta nos hemos obsequiado con tentativas de contrarrevolución. Afortunadamente, el intento fracasó y parece que el espíritu de ideas tan rancias y peligrosas no caló hondo ni extenso en la pequeña masa de nuestros ciudadanos, como pone de relieve Rosa María Lázaro (La otra cara del carlismo). En los distintos ámbitos de poder de este país, todo el que manda, tiende a decidir por sí y ante sí, se pronuncia ex cathedra, no se equivoca nunca, aguanta muy mal la crítica y procura no contar con ella. Si puede, hasta trata de impedirla.
El pueblo soporta estoicamente toda clase de prohibiciones e injerencias de la autoridad, incluidas las más estúpidas como las de la velocidad o el tabaco; acepta explicaciones infantiles, ineptas para convencer a una criatura de cinco años; y es incapaz de pegar un puñetazo encima de la mesa frente a atentados descarados a sus libertades elementales. Ni siquiera en las urnas, enviando al basurero a tanto mercenario de la política. Por el contrario, se muestra dispuesto a votar, una y otra vez, a gentes corruptas, a dilapidadores de los bienes públicos, a cualquier indeseable que demuestre ser más listo que los demás en el glorioso deporte de quedarse con lo ajeno.
Pero el presente preña, además, al futuro. Por ello, toda comunidad humana que desea avanzar dedica tiempo a la reflexión, se esfuerza en la previsión, trata de influir en el porvenir. No sé si, como decía Larra, en España escribir es llorar; pero ciertamente parece que vivimos en la más absoluta imprevisión, sumidos en la improvisación. También me refiero a Euskadi, por si alguno no cae en la cuenta. El enfrentamiento a problemas como la inmigración, la convivencia entre culturas y hasta hace algunos años el problema de los incendios, está sometido a pseudosoluciones de generación espontánea que surgen y varían fácilmente a golpe de encuesta y de opiniones de cualquier grupúsculo de muy escasa garantía.
Aun cuando vamos avanzando, si nos creemos las noticias de los medios -hace falta mucha fe-, parecemos todavía escasamente capaces de aportar una contribución estimable al progreso científico y no se hace gran cosa por estimular el conocimiento de los científicos y técnicos propios (Ramón y Cajal, Monturiol, los Hermanos Elhuyar, Julio Rey Pastor, Marañón...) y de sus éxitos en el campo de la ciencia y de la técnica. Aquí parece que la mayoría de ellos no existe.
La economía se dice encastillada en el sol y en el ladrillo, al menos hasta ahora, y lastrada por unas pocas grandes empresas y por las entidades financieras. Ese lastre explota su situación de predominio a costa de los empresarios pequeños y medios, y del ciudadano en general, sin que nadie les ponga la mano encima para ajustarlas a una conducta más solidaria y leal. Todo ello va adobado, además, por una religión de cristianos de terrón y pelliza -que identifican tradiciones ancestrales, momificadas hace tiempo, cuando no meras supersticiones, con algo tan serio como los valores y la creencia religiosa- quienes, por su falta de infraestructura intelectual, reaccionan a la dinámica histórica con síndrome de estado de sitio; confunden con la beatería la lectura de la Biblia y la reflexión sobre sus contenidos; y no son capaces de distinguir entre una recomendación pastoral sensata y mensajes cuyo efecto es hacer verdadera la acusación de Marx, porque son opio para el pueblo.
Hoy en día, también la situación general de los países occidentales que nos decimos democráticos me parece inquietante. En ellos la política pluralista y libre es pieza fundamental de convivencia. Pero la política se ejerce por personas y, en este momento, el panorama personal es realmente penoso.
Personajes extravagantes, hasta estrafalarios, como Aznar, Berlusconi, Sarkozy, Kaczynski, o Bush, que, después de haber conocido a Adenauer, De Gasperi, Aldo Moro, Aron, Monnet, Mitterrand, Giscard, Kennedy, Clinton, Suárez, González, incluso a Fraga, Chirac, Reagan, o Andreotti, se nos antojan auténticos esperpentos de la comedia política. Dirigentes de perfil desdibujado y serviles hacia los EE.UU., como Brown, tras Thatcher, o hasta Blair. Dirigentes que brillan por su ausencia, como los actuales de Bélgica, que tuvo a un Spaak, o de Suecia, que tuvo a un Olof Palme, o de Noruega, que tuvo a una Bro Harlem Brundtland.
Por otra parte, los dirigentes actuales parecen especialmente carentes de respeto a los derechos humanos, a las normas de derecho internacional y, en definitiva, a los principios de prudencia y de sentido común. Lo demuestran Guantánamo; la aceptación sin rechistar de aviones estadounidenses transportando personajes supuestamente islámicos a países desconocidos y para fines poco transparentes; el atentado a la integridad territorial de Serbia proponiendo la independencia de Kosovo y reconociéndola después, sin que se den razones serias de por qué, existiendo Albania en Europa, se acepta un nuevo estadículo albanés, en vez de, como resultado menos perverso, proponer y aceptar a lo sumo que el Kosovo se integre en Albania; la reacción cínica, perversa y ridícula al reconocimiento de la independencia de Osetia del Sur y de Abjazia respecto de Georgia por Rusia, después de haber reconocido a Kosovo, en vez de recomendar más prudencia al presidente Saakashvili; el envío de barcos estadounidenses, y, al parecer, de barcos de la OTAN, al Mar Negro, con el pretexto de enviar a Georgia ayuda humanitaria, manteniéndolos en la zona después de cumplida esa supuesta misión. Con esto último, se provoca una reacción imprevisible de Rusia, que obviamente no puede admitir la presencia de Occidente en su patio trasero y que podría dar lugar a la aparición de la Armada rusa, con el riesgo de confrontación bélica que ello supondría.
Medvedev y algunos de sus colaboradores han hablado de "guerra fría". Demostrarán mucha más prudencia y sensatez que sus colegas occidentales si se quedan en esa etapa, porque la verdad es que la falta de equilibrio, de sentido común, de previsión y de capacidad diplomática de nuestros políticos es mucho más favorable al desencadenamiento de un cataclismo guerrero que a una mera guerra fría. Hace falta menos soberbia y más respeto a los demás países.
Un principio inexcusable de convivencia es el de reciprocidad. Su formulación más obvia e importante dice que se debe tratar a los demás como queremos que nos traten a nosotros mismos. En todo caso, la lógica real de nuestro mundo no es, por desgracia, la de la razón y el derecho; menos aún la del amor; es, por el contrario, la lógica del interés y de la fuerza. Pero, aun así, la sensatez y la prudencia de nuestros políticos deberían hacerles ver la evidencia actual de que ni EE.UU., ni menos Europa, tienen verdadero interés, ni capacidad razonable para enfrentarse a Rusia. Sobre todo, previendo la probabilidad de la lógica consecuencia de que, vista la coherencia y la tenacidad europeo-estadounidense en la política del embudo (para mí lo ancho, para ti lo agudo), una buena parte del resto del mundo -en particular, China- se pongan del lado de los rusos. Nuestros políticos no tienen derecho a poner en riesgo la paz del mundo y la de sus ciudadanos, en vez de evitar provocaciones y de arreglar las diferencias por vías pacíficas, como, por lo demás, exige la Carta de las Naciones Unidas. Pero se vé que, hoy por hoy, tienen otras miras con excesiva frecuencia.