ACOSADOS por la realidad, podemos estar seguros de una cosa, que esta crisis ha venido para quedarse, al menos para perpetuarse durante largo tiempo, de lo que se colige que sus efectos tendrán consecuencias en nuestros modos de vida, en nuestras costumbres, hábitos sociales, incluso culturales (ya se barrunta en muchos ámbitos las tendencias postcrisis).

Frente al lenitivo placentero que provocaba el consumo, ahora toca duelo y ascetismo, contra el derroche mesura, y en vez de esperanza, frustración. Para otra cosa no valdrá, pero seguro que de los escombros de la crisis extraeremos una enseñanza: que el modelo de crecimiento social y económico -exprimido hasta el agotamiento- exige un relevo de paradigma.

Los viejos esquemas ya no sirven. El camino de la recuperación, tortuoso y prolongado, será el de fomentar lo racional frente a lo emocional, lo práctico en vez de lo superfluo y lo necesario en detrimento de lo accesorio. Aquella vieja filosofía instalada alrededor del centro comercial, basada en el hiperconsumo y el endeudamiento escandaloso, el impulso de modelos ficticios servidos por el cine y la TV, orientados a alimentar al éxito inminente y el dinero fácil, serán fósiles vetustos que irán desdibujándose de nuestra memoria colectiva. La realidad ahora es otra y tardaremos en asimilarla en la medida en que toque nuestros bolsillos. Y, entonces, cuando indicadores nacionales e internacionales amenazan con la tijera hablando de recortes, los más perspicaces del barrio parece que ya han dado con el culpable: ZP

El hecho se hace incontestable: Zapatero es un cadáver político. Caprichosa y exigente, la política no se concibe más que en términos de rédito electoral, y el proyecto ZP cotiza a la baja. La crisis económica ha ido erosionando al presidente hasta hacer de su eterna sonrisa jovial una mueca de Munch, sobre todo porque, atrapado durante demasiado tiempo en la negación de la evidencia, acabó por fulminar la confianza de la ciudadanía hasta que la realidad llegó a rodearle por todas partes, sin que pudiera darle la espalda por más tiempo. Es en ese instante cuando se ha visto obligado a adoptar medidas con las que cortar el déficit, cuando la disciplina de la Unión Europea y el propio Obama se lo han exigido. Eso es así.

Pero, se quiera o no, Zapatero tiene una responsabilidad inferior de la que se le imputa. La actual crisis no es más que el estallido final de un proceso de individualización proveniente de una revolución conservadora, puesta en marcha tras la caída de los países del Este (algunos perfeccionistas sitúan su origen en el mayo del 68), y cuya máxima cota se alcanzó durante la Administración Bush, basada en una cultura consumista tan piadosa como voraz, propiciada por empresarios y gobernantes bajo el signo de la competitividad. Sin embargo, mientras la burbuja flotaba en el aire, ligera y henchida de frenesí, nadie dijo nada.

Parece evidente que Zapatero no ha sido el mejor gestor de la crisis, quizá columpiado en un optimismo excesivo y encastillado en sí mismo, sobre todo en los últimos tiempos (creo que lo llaman síndrome de la Moncloa) hasta agotar su talante de diálogo con el resto de fuerzas políticas, valor con el que se embolsó a buena parte de su electorado. Pero, aún con todo, esta crisis no lleva su firma, y sería conveniente reconocerlo.

Ahora, más que nunca, sabemos que la agenda política se ha llenado de problemas comunes, tales como la reactivación de la economía, la seguridad y la estabilidad, asuntos que no dependen sólo de nosotros, sino de los demás, y los demás, en buena medida, de nosotros. El problema -además de complejo, lo es también por ser nuevo- es que esa interdependencia plantea dificultades inéditas en los estados-nación tal y como los concebíamos hasta ahora. Con la globalización, la actual crisis no afecta únicamente a las comunidades nacionales clásicas, sino al conjunto de la humanidad. En materia comercial, fiscal o social, las decisiones se han vuelto profundamente interdependientes. Cada vez más se vuelven difusos los límites entre política interior y exterior (el tirón de orejas de Obama a Zapatero o el rescate de Grecia por parte de Europa son ejemplos de ello). La realidad es obstinada, se necesita un cambio de paradigma profundo, dado que este ciclo, nos guste o no, ha caducado.

La globalización facilita un tejido intenso que unifica ámbitos tecnológicos, económicos, incluso culturales. Sin embargo, Europa sigue mostrándose remisa respecto a innovar mecanismos de articulación política y jurídica trasnacionales. Actualmente nos hallamos en una situación de cierto vacío político, ¿qué lectura se puede hacer si no de los atípicos resultados de las pasadas elecciones en el Reino Unido? El Estado, como lugar tradicional de ordenación y gobierno, parece a veces no estar capacitado para abordar problemas fundamentales con los que se enfrenta, principalmente en materia económica, control y seguridad, como se aprecia en los recientes ataques de los especuladoras al corazón del euro, hasta poner en entredicho la solidez de las estructuras monetarias europeas.

Entonces, y debido a la creciente interdependencia de los problemas, urge la exigencia de elaborar formas trasnacionales de regulación y seguridad, rompiendo los moldes de la óptica neoliberal o del soberanismo clásico. De lo que se trata es de cómo debemos convivir, de qué forma nos organizamos y cuáles son nuestras obligaciones recíprocas en este contexto de profundas interdependencias que ha generado la crisis global. Los principales problemas actuales de nuestras sociedades son la defensa de sus bienes públicos (cambio climático, debacle financiera, desigualdades sociales, crimen organizado?) y deberemos ser conscientes de que también han de ser comunes sus estrategias con las que hacerles frente.

Impracticable el argumento de las formas exquisitas que gastan en Bruselas, lo que apremia ahora es una autoridad sólida que sepa meter en vereda a las agencias de calificación y a los dirigentes de las instituciones bancarias que nos metieron en la crisis, que ponga límites a los abusos de Wall Street, ese exclusivo club al que le gusta jugar al Monopoly con la economía del planeta, que endurezca la legislación financiera, cuyos desmanes están en la base de la crisis, que regule los fondos especulativos (hedge funds) y los de capital privado (private equity), cuyos gestores, filibusteros de traje y corbata, ocupan luminosos despachos en la city londinense, pero que acaudalan sus cuentas en paraísos fiscales, siendo el principal soporte de las operaciones especulativas que verdaderamente han generado el desastre financiero. Luego, si lo consideran, despotriquen contra Zapatero hasta desgañitarse.