NADA se valora más que aquello de lo que se carece. Entre nosotros, se valora muchísimo la paz. Ansiamos obtenerla. No una paz cualquiera, ni una paz precaria, ni una paz limitada. Queremos una paz para siempre, una paz asentada en valores democráticos compartidos.

Nadie duda que asentar valores es función de la educación. Pero, hoy en Euskadi ¿es posible educar para la paz al gusto de todos?

Por de pronto, el plan del Gobierno ha creado una gran debate público. Bueno, más que debate ha provocado posicionamientos muy encontrados. Así es el país.

En mi opinión es muy procedente un Plan Vasco de Convivencia Democrática. Para que la democracia sea practicable y duradera hace falta una enseñanza democrática enraizada en un código moral cuyos mínimos sean la estima por la libertad y el respeto a la igual dignidad de las personas.

Si queremos que nuestra sociedad y nuestra gente sean reconocidas por una conducta que valore la libertad y la dignidad de las personas, en su dimensión individual y colectiva, es fundamental trabajar la memoria, las diferentes memorias jalonadas de sufrimiento y adversidad, aunque también de honra y esperanza, que forman parte de nuestra experiencia común como pueblo.

El retorno de la normalización cívica dependerá de la capacidad que, como sociedad, demostremos a la hora de integrar esa experiencia común en nuestra memoria democrática.

La pregunta que sigue, no obstante, es si es esta una labor que corresponda a las escuelas. Yo diría que vivimos en una sociedad con tendencia a delegar todas las funciones en el servicio público. Pero, en realidad, no podemos eludir la responsabilidad moral que nos corresponde como personas y que articulamos, que desarrollamos, a través de la familia y de todas las redes sociales en las que nos desenvolvemos primordialmente. La transmisión de valores más eficaz se produce en esos ámbitos sociales.

Siendo su labor auxiliar de la que realizan estas redes primordiales, es la escuela la que tiene recursos suficientes, que complementa las carencias de aquellas, y de la transmisión escolar depende, en una parte fundamental, el afianzamiento de una conciencia social común, que racionaliza éticamente los valores democráticos.

Más allá del debate sobre la presencia o no de víctimas en las aulas, cosa que veo perfectamente factible, el Gobierno debe buscar un compromiso social y político amplio para abordar esa responsabilidad moral que tenemos para con la memoria democrática. Debería convocar, por eso, a todas las instituciones políticas y sociales que estén dispuestas a asumir dicha responsabilidad.

La labor de recuperar la memoria y deslegitimar la violencia y el terrorismo es, como conclusión, gubernamental, pero sólo como extensión de la principal responsabilidad que recae en la misma sociedad y en sus componentes.