Los síntomas de desgaste que emite el Athletic llevan manifestándose desde hace unas cuantas semanas. Está acusando las inclemencias de un calendario particularmente exigente, así como la factura que supone haber mantenido un loable tono competitivo desde el inicio de la campaña. Al margen de cuestiones fácilmente comprobables, por ejemplo, el paulatino acercamiento en la clasificación liguera de los equipos que intentan arrebatarle el cuarto puesto o cómo ha menguado su efectividad en ataque (cero goles marcados en cinco de sus últimos nueve compromisos), la sensación de que le cuesta mucho más llevar la iniciativa del juego, dominar a los adversarios y, no digamos someterlos, resulta evidente.

El Athletic alegre, desacomplejado, poderoso, que durante tres cuartas partes del curso fue capaz de establecer las bases para opositar a los ambiciosos objetivos que se había propuesto, se ha visto forzado a adoptar un perfil distinto. Lleva un tiempo agarrándose a los partidos recurriendo al orgullo, la generosidad de sus integrantes y un sólido sistema defensivo. Con estas bazas le alcanza para compensar, parcialmente al menos, las consecuencias del tute que acumula (principalmente físico, aunque también se perciba el cansancio mental) y perseverar. Así, afronta el tramo final debilitado y, sin embargo, dispuesto a vaciarse en el campo.

Pase lo que pase en las próximas fechas, el mérito de lo realizado permanecerá intacto. De consumarse la presumible eliminación en la antesala de la final de Europa League, habrá que tomarla con naturalidad; como ese peaje que abona quien, de la noche a la mañana, trata de equipararse a los conjuntos acostumbrados a moverse en las altas esferas. El éxito del Athletic no dependerá de lo que acontezca en Old Trafford, se hará realidad si amarra la plaza de Champions. Esa ha sido y sigue siendo la auténtica prioridad: mejorar lo realizado el año anterior en el marco del que se nutre la entidad cada temporada y, de paso, darse el gustazo de acceder al torneo de clubes más elitista.

Nadie ha logrado apearle de la privilegiada atalaya en la que se instaló allá por el mes de diciembre. Ahora toca culminar el reto en las cuatro jornadas que restan. Apretar los dientes, agotar las reservas de combustible y pelear cada punto saltando por encima de lesiones, estados de forma deficientes, suspensiones y necesidades de los adversarios que se cruzarán en su camino.

Fácil no va a resultar. De entrada, revertir el ya señalado déficit de puntería se antoja complicado. La disponibilidad de dos de las piezas más dotadas para generar desequilibrios en las estructuras ajenas permanece en el aire. Ni Sancet ni Nico Williams parecen en condiciones de ofrecer su mejor versión, pero ojalá participen. A ello se añade la persistente sequía de Guruzeta y Maroan, de la que no escapan desde finales de febrero. Su alternancia no ha cuajado: a uno le ha abandonado por completo la inspiración que le encumbró en el ejercicio previo y al otro no cabe pedirle que emule en la máxima categoría los registros que hasta enero lucía en el Barakaldo.

A lo anterior se añade que Iñaki Williams nota el peso de la minutada que se ha metido entre pecho y espalda, observación extensible al polivalente Berenguer. La nómina de delanteros, donde por sus características no se puede incluir a Unai, se completa con el infrautilizado Djaló. El caso merecerá un aparte a la conclusión del calendario. A estas alturas, comprobada su incapacidad para amoldarse al juego del equipo, esperarle no tiene demasiado sentido.

En pleno esprint final merece pues encomendarse al valor añadido de la plantilla. Se lo ha ganado a pulso.