La solemnidad de un himno no aporta ventaja alguna, aunque el del rival sea interpretado como la típica canción que ambienta el arranque de las fiestas patronales de un pueblo cualquiera. Puede que el primero imponga cierto respeto, pero eso sucede mientras el balón permanece inmóvil en poder del árbitro. Así que no es un detalle relevante. Quizá tampoco merezca excesivo valor la senda recorrida por los contendientes hasta confluir en el partido que adjudica el título, pero es complicado obviarlo y, bien mirado, esto sí que posee su importancia.

Cada equipo se había labrado una imagen que se proyecta, pero que también ejerce como una sombra, pues cuesta desprenderse de ella. Esa sombra, inevitablemente, condiciona el ánimo, las perspectivas, puede incluso influir en el funcionamiento, modificarlo justo durante el único trámite que quedará archivado en los anales del campeonato, en la historia del fútbol. Y ocurrió, en efecto, que la cosa no transcurrió como podía preverse a tenor de la fama labrada por uno y otro. Al menos en el desarrollo de la primera mitad al completo, donde prevaleció la solidez inglesa. España no logró dotar de vivacidad ni profundidad a su juego, se fue deslizando hacia un peligroso quiero y no puedo.

Dio la impresión de que por una vez Southgate había estudiado a fondo al oponente y activado los mecanismos precisos para que su selección se desenvolviese con enorme soltura, eso sí, en labores de contención. Cedió la iniciativa con la intención de desgastar a España y pillarle en una acción suelta. Cumplió los dos objetivos, Rodri no fue Rodri, con Foden pegadito a él, Laporte tuvo que coger la batuta y claro, no era lo mismo. En las bandas y en zonas comprometidas, el poderío físico y la concentración se impusieron al ingenio y la movilidad. Llegó un momento en que Nico Williams y Lamine Yamal se juntaron en un costado, tras comprobar cómo Walker y Shaw, lateral izquierdo específico, algo que Trippier no es, abortaban cualquier broma.

Cero oportunidades de gol y un único remate antes del intermedio, flojito a cargo de Foden en el añadido, sintetizan el cariz que tomó el asunto. Lo que siguió fue una película más a tono con cuanto se había augurado. Aceleró España y tomó la delantera enseguida. No acertó a sentenciar en su versión más afilada e Inglaterra volvió a exhibir su increíble capacidad para salir del ataúd, disparar la emoción y abrir de par en par todas las alternativas. El espectáculo, añadido el ingrediente de la emoción, discurrió conforme a lo que se puede esperar de una cita cumbre en un segundo acto que reflejó los múltiples recursos que maneja De la Fuente: Zubimendi hizo olvidar al lesionado Rodri y Oyarzabal agregó su particular muesca a la que previamente había firmado Nico Williams. Mención especial para Cucurella, el jugador más abucheado del torneo y autor del pase que desniveló definitivamente el encuentro. El tremendo susto que cerró el pulso, con dos remates salvados al límite por Simón y Olmo fue la guinda del evento.

El vencedor fue mejor y tuvo el premio a que se había hecho acreedor a lo largo de toda la competición, pero anoche necesitó exprimirse como nunca. La razón, muy simple: halló un adversario temible que acumuló material para una profunda revisión a nivel interno. El modo en que elevó sus prestaciones para optar al título frente al enemigo mejor dotado pone en evidencia su actuación global en Alemania. Acaso de no haber malgastado la mayoría de sus partidos practicando un fútbol tacaño, a ratos desesperante, hubiera llegado al gran día con una disposición más adecuada para salir campeón. Ahí radica la gran diferencia respecto a España, coherente de principio a fin. Sabía bien lo que era y quiso plasmarlo en cada minuto, en cada jugada, en las siete victorias que le contemplan.