Mikel González y Sergio Navarro comparecieron ayer para exponer el balance de la gestión que se realiza en Lezama, al igual que hace un año. En ambas ocasiones el tono de su discurso resultó similar. Fue un análisis en clave optimista, dejando claro que estaban muy satisfechos de la labor desarrollada y esperanzados de cara al futuro. Es comprensible que el mensaje institucional trate de alentar esa visión complaciente, pero la credibilidad de los portavoces del club se resiente cuando, como todo el mundo sabe, el signo del ejercicio recién finalizado apenas guarda parecido con el inmediatamente anterior.

Cantar las bondades del proyecto, transmitir un ingente número de datos, valoraciones y objetivos con el fin de convencer de que en la fábrica todo va como la seda, de que el Athletic rentabiliza al máximo su estructura para formar futbolistas, no entraña dificultad alguna en el contexto actual. El éxito de la plantilla de Ernesto Valverde, el añorado título de Copa y la notable clasificación en liga, aparte de acaparar la atención del entorno, genera el clima idóneo para que se dé por bueno todo lo demás. Es algo natural, toda vez que el enfoque de cuanto se cuece en Lezama no es otro que procurar beneficios al primer equipo.

También el Bilbao Athletic ha paladeado el sabor del triunfo gracias a un ascenso que era de obligado cumplimiento. Lo demuestra cómo se materializó, por la vía rápida, con registros espectaculares, fiel reflejo de una superioridad incontestable en una categoría que no le correspondía y en la que aterrizó después de un curso nefasto. El descenso se gestó a partir de una planificación de la que nadie se hizo verdaderamente responsable. El único que pagó los platos rotos, y fue casi al final de un proceso de constante deterioro en el que nadie fue capaz de intervenir, fue el entrenador, un paracaidista que encima salió respondón, dejando en muy mal lugar a quien osó apadrinarle. Maldita la gracia que tiene escuchar ahora a quienes promocionaron a Álex Pallarés que Carlos Gurpegi es dios.

Volviendo al contenido de la rueda de prensa de ayer, conviene relativizar el fundamento de determinadas conclusiones vertidas. En concreto, la que cabría definir como nuclear, no en vano “el resultado final de todo el trabajo en Lezama” es el jugador que llega arriba. A juicio de Mikel González, que se registrasen seis estrenos en Primera durante la campaña 2023-24 sería “el indicador de que las cosas están yendo bien”.

Bueno, pues es discutible, dado que en realidad únicamente Prados y, en menor medida, Unai Gómez presentan unos números que permitirían certificar dicha transición. Contar que entre los seis estuvieron en 88 encuentros suena hasta bonito, pero solo los dos citados sumaron 66; con los cuatro mil minutos de competición pasa tres cuartos de lo mismo: a Prados le corresponden la mitad, mientras que Unai acumuló casi 1.200.

Ni de Imanol ni de Jauregizar, ni por supuesto de Egiluz y Olabarrieta, con un partido por barba, puede afirmarse que sean valores a los que augurar una proyección. Al menos, a fecha de hoy sus aportaciones no pasan de testimoniales. Recordar que tenemos bien cerca en el tiempo casos de jóvenes con cifras de participación similares o superiores a Prados y Unai de los que nunca más se supo.

El problema radica en ese afán innecesario por ponerse medallas, por pintar un panorama estupendo esgrimiendo una cuestión tan básica como delicada, cual es el ascenso de chavales a la élite. Hay años en que se producen y años en que no. Y es algo normal. No viene a cuento alimentar la impresión de que la cadena no se detiene porque cada joven representa una singularidad, su promoción depende de diversos factores: los ritmos de crecimiento futbolístico, las necesidades del plantel y, por supuesto, el criterio del técnico.