A estas alturas, la competición ha dejado de tener interés para la gente que sigue al Athletic. El aficionado se mece en una especie de resignación gozosa y asiste a los últimos partidos con el piloto automático puesto. No repara demasiado en nada, resta importancia a cuanto el equipo le ofrece, aunque sería más adecuado decir a lo que le ha dejado de ofrecer. Es obvio que una vez conseguidos los objetivos todo el mundo se ha relajado, desde los profesionales hasta el socio, pasando por los medios. Se trata simplemente de ir tachando las fechas que conducen a la clausura de la temporada sin sobresaltos, suavemente, con el personal recreándose, saboreando con deleite el regusto del triunfo. No es para menos, pues el éxito asoma como un acontecimiento excepcional en la historia moderna del club.

Una postura comprensible después de los días de vino y rosas posteriores a la final de Copa. Nada de lo que pudieran deparar las semanas siguientes al festejo de la gabarra podía tener la entidad suficiente para encender de nuevo la pasión que ha rodeado el desempeño del equipo desde septiembre. Tampoco la pelea por la cuarta posición, un aliciente extra que no tardó en desvanecerse. Apenas se ha derramado una lágrima por quedarse fuera de la Champions, escenario tan apetecible como exigente para este equipo.

Así, se van sucediendo citas sin gracia, cortadas por el patrón del quiero y no puedo; derrotas y empates que hubiesen escocido antes de colonizar Sevilla, no han molestado, asimilados como una parte más del guion que se hubiese firmado con los ojos cerrados allá por agosto, cuando la incertidumbre prevalecía sobre la certeza.

La última, en la noche del miércoles en Vigo. Incluso el entrenador admitió que no pasará a la historia. Con idéntico argumento, a modo de introducción, se me pidió ayer jueves en Onda Vasca que expusiera mi valoración del Celta-Athletic. No pude evitar disentir. En clave irónica dije que ni el desarrollo del juego ni el marcador eran dignos de llenar unos minutos de radio, pero que había al menos un par de motivos concretos para no enterrar el partido en el olvido, pese a su carácter secundario o, si se prefiere, anecdótico.

De entrada, un gol olímpico es algo que se ve en muy contadas ocasiones. Y en este caso no fue producto de la suerte, sino de la intención y la pericia del ejecutor. Seguro que Berenguer no será el único que lo recuerde de por vida. El segundo aspecto a destacar posee mayor enjundia: versa sobre el cambio de portero en mitad del partido sin que mediase contratiempo físico o expulsión.

Como cualquier otro detalle, es susceptible de diversas lecturas y vaya por delante que no cabe atribuirle una influencia directa en la derrota de los rojiblancos. Hay quien estima que fue un acierto, una ocurrencia feliz, una iniciativa que vela por los intereses del club y especialmente de Unai Simón, favorito para alzarse con el Trofeo Zamora. Igual de legítima que la apreciación anterior es aquella que censura el criterio de Valverde porque ve una maniobra que, siendo lícita, prioriza la consecución de un logro particular en el marco de una competición oficial. Simón ha recibido menos goles que el resto de los porteros interviniendo en todas las jornadas de liga. Un porcentaje elevado del mérito es suyo, cómo no, pero su registro descansa asimismo en el trabajo del colectivo. La condición de fijo de que goza Simón no responde a un capricho, es una apuesta firme del técnico y su aportación beneficia a los compañeros. Es indiscutible, pero por una conveniencia coyuntural, se prescinde de sus servicios coincidiendo con un trance delicado del equipo.

Cuando se dirige al banquillo pesa más la posibilidad de que no reciba un gol que la probabilidad de que lo reciba su relevo, Agirrezabala, y por tanto, el equipo. Se veía venir que el Celta empataría, lo estaba acariciando desde un rato antes. El nivel de Agirrezabala está contrastado y la circunstancia en la que entra al partido se aleja mucho de la ideal. Ni calienta como un portero debe. Los dos goles que recibe no son responsabilidad suya, pero la importancia de los puntos en disputa no afecta en exclusiva al Celta y al Athletic.

El mensaje que encierra el cambio conlleva una devaluación del espíritu de la competición y se convierte en un factor más a añadir a las celebraciones y las despedidas que han generado ese clima que, según lamenta Valverde, ha impedido al Athletic mantenerse fuerte e intenso hasta el final.

Lo de priorizar un récord individual y poner el club todos los medios para que se haga realidad no es nuevo. Un antecedente próximo a Iñaki Williams, que llegó a salir al campo a ratitos estando lesionado. Sí, está en boga este tipo de funcionamiento en el fútbol de élite, pero uno preferiría que el Athletic, también en esto, nadase al margen de la corriente.