Se sentó donde amablemente le indicaron los servicios de protocolo en ese ya famoso funeral de Estado. Y la imagen que transmitía era de desolación. No se sabe si por el acto de homenaje institucional al que asistía o porque pensaba en su situación personal y política. Y tras su dimisión estaba claro que pensaba más en la ‘injusticia’ de que le echaran encima más de 200 muertos que en las víctimas. Porque él sabía que estaba fuera de juego. Y en la hora de la despedida decidió echar la culpa a otras instituciones, a otro gobierno. Su supervivencia estaba decidida y no era precisamente un acto de fe a su favor. Feijóo sabe perfectamente que los muertos originados por la dana seguirán ahí en los próximos años. Y sabe también el líder de la oposición que las indecisiones, versiones contradictorias y mentiras de Mazón van a beneficiar a las huestes de Vox. El partido ultraderechista le está marcando la agenda y ello obliga al partido gobernante en Valencia a asumir argumentos que ahora mismo no le convienen ni interesan. Además de las guerras internas entre los populares de la Comunitat, la posibilidad de adelantar las elecciones es cada vez más real con un Abascal encantado de conocerse y dispuesto a recabar el voto que se fugue del PP. Mazón ha vivido en sus carnes la soledad del poder. Y ahora sufre las consecuencias. Se va, sí. Pero no se va del todo. Y deja a su comunidad embarcada en una gravísima crisis política que encara un futuro a corto plazo impredecible. A Mazón la política no le debe nada. Al contrario, se ha convertido en un político apestado símbolo de la mentira y del apego al cargo.
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