La orden de Costas de retirar las terrazas del Muelle de Marzana en Bilbao ha caído como una piedra en el agua: ha hecho ruido, ha levantado olas y ha dejado a todos, vecinos y hosteleros, aún más enfrentados. Entiendo a los vecinos. Convivir con el ruido constante no es vida. Todos tenemos derecho al descanso y las noches de Marzana pueden convertirse en un espacio de conversaciones, risas y copas... Pero también entiendo a los hosteleros. Las terrazas son su pulmón económico y, en muchos casos, la razón por la que esos negocios siguen abiertos. Sin ellas, pierden su encanto y, sobre todo, su facturación. Cuando paso por esa zona, no puedo evitar recordar cómo era antes. De niña, bajaba con mi amama hacia el Mercado de la Ribera y Marzana era un lugar oscuro, un espacio de exclusión. Hoy, ver a gente pasear, disfrutar de ese paisaje rehabilitado, me parece un pequeño milagro urbano. Un ejemplo de cómo la villa ha sabido reinventarse. En este conflicto no hay ni buenos ni malos, solo intereses legítimos que chocan. Ahora, la orden de Costas, más allá del debate vecinal, pone un punto final técnico al asunto. Quizá lo más sensato sea abrir un diálogo: repensar los usos, reubicar terrazas, buscar soluciones creativas que no devuelvan la zona al abandono ni condenen a los vecinos a la falta de sueño. Bilbao ha demostrado muchas veces que sabe encontrar el equilibrio entre progreso y convivencia. Ojalá también se logre en Marzana, sin que la ría tenga que volver a ser frontera entre unos y otros.