Vivimos en un mundo tan globalizado que a veces cuesta diferenciar unas ciudades de otras. Prácticamente todas las arterias principales, o sea las Gran Vías, comparten las mismas cadenas comerciales e incluso hosteleras. Los hoteles más de lo mismo y hasta en algunos casos edificios singulares arquitectónicos se reproducen a kilómetros de distancia. Frente a esto, queda la singularidad de los pueblos, que sorprenden con tiendas de las de toda la vida e incluso ingenios que sorprenden al más viajado. Por citar un ejemplo, en Ezkaray, a poco más de una hora de Bilbao, lugar habitual de descanso de muchos vizcainos y más guipuzcoanos hay una gran campa en el mismo pueblo, aunque no exactamente en el centro, donde suelen estar pastando vacas y a veces burros. Para los más urbanitas visitar a los burros sobre todo, y verles acercarse a la valla, se ha convertido en una dinámica placentera. Aprovechan para llevarles zanahorias o cualquier otra cosa que los animales comen agradecidos. Pero los dueños no debían de estar contentos con esta práctica, que seguro no les convenía, así que han decidido poner unos dispensadores de comida allí mismo. Tu metes una moneda y te sale una bola de plástico como la de las ferias en cuyo interior se encuentra la comida que debes dar al burro. Así, se consigue que el burro esté alimentado, el dueño costea su comida y el visitante sigue teniendo la oportunidad de tener ese contacto con la naturaleza que no tiene en la ciudad. Seguro que hay muchos más ejemplos de la vida de pueblo.