Se suponía que las llamadas comerciales se habían acotado, que formar parte de la lista Robinson nos protegería y por eso me incribí un día de desesperación. Pero la realidad es muy distinta: seguimos recibiendo llamadas a diario, a cualquier hora y de cualquier compañía, ya sea de seguros, electricidad o telefonía. Hace poco mi marido, que rara vez pierde la calma, terminó gritando a un comercial que lo llamaba a las nueve de la noche para ofrecerle un presupuesto de luz. El enfado estaba más que justificado: ese mismo día había recibido quince llamadas similares, interrumpiendo su trabajo y robándole la tranquilidad. El abuso telefónico es más que una molestia menor: es una falta de respeto hacia nuestro tiempo y a nuestra privacidad. Cada vez que suena el teléfono dudamos: ¿será una llamada importante o el enésimo intento de vendernos el descuento del siglo? Y corremos el riesgo de no contestar cuando de verdad importa: un médico, un familiar, una urgencia. De poco sirven las listas o las normas si las empresas no las respetan y las sanciones no se cumplen. Al final, somos los ciudadanos quienes sufrimos un acoso diario disfrazado de estrategia comercial. Vender no debería equivaler a invadir sin control, insistentemente y sin horarios nuestra privacidad ni a arrebatarnos el derecho al descanso.