Es una tarde cualquiera de principios de verano. Los niños juegan en los chorros de agua de un parque mientras su amatxu y yo, amigas desde pequeñas, nos tomamos algo a la sombra en el chiringuito de al lado. “Esta es la vida que merezco”, suspira de repente. Y yo no puedo evitar pensar en esas vidas soñadas, ideadas, deseadas a las que todos aspiramos. Y que quizá, solo quizá, a veces están más cerca de lo que pensamos. En una caricia y un beso en la mejilla de mis hijos cuando creen que estoy dormida. En ese chico que hace poco me cedió su asiento en el metro. En un helado después de una mañana en la playa, antes de volver a casa. En encontrarte la cena, o la comida, preparada cuando sales de trabajar. En unos aitas que madrugan y aparecen por sorpresa para desayunar contigo el día de tu cumpleaños, ellos, que desde que se han jubilado nunca abren el ojo antes de las 10 de la mañana. En planear una escapada con tu cuadrilla, aunque falten meses para marcharnos. En un abrazo porque sí. En la felicitación de Navidad de esa amiga que hace años que no ves. Cuántas veces nos perdemos pequeños grandes momentos esperando los fuegos artificiales y música de violines que, dijeron, nos llevarían a un estado cercano al nirvana. Cuando estemos de vacaciones. Cuando nos jubilemos. Cuando terminemos de pagar la hipoteca. “Si estabas esperando el momento oportuno... era ese”, decía Jack Sparrow. Hagámosle caso. Celebremos la vida, que la tenemos aquí mismo.
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