Mientras la fiebre por viajar está desatada y la masificación lo satura todo, ha surgido una nueva moda. Los que no salen porque no quieren. Sea por hartazgo, por la huella de carbono o llámenlo X. La movilidad se ha transformado en un signo de estatus y la tiranía de las experiencias nos obliga a marchar lo más lejos posible. Un país ya no es exótico si no necesitas cuatro vacunas y 28 pastillas para la malaria. No importa que allí donde vayas haya mosquitos que usan el insecticida de desodorante. Lo imprescindible es que todo sea muy fotografiable, muy impactante, y muy instagrameable. Así, surgen esos turistas que en casa no pueden ver una hormiga, pero luego duermen en una tienda de lona en la sabana rodeados de animales salvajes. Esos que buscan experiencias pintorescas pero se van al Sherenguetti y el hechicero de la tribu aparece con la riñonera del Athletic. Y todo porque estamos bombardeados de imágenes exóticas (y falsas) de paraísos increíbles y solitarios (que, realmente, están abarrotados si haces la foto un poco más a la izquierda). No se han preguntado ¿por qué las redes sociales están llenas de fotos de tragos largos, y pies en la playa con frases del tipo “aquí, sufriendo”? No son estampas para fetichistas ni para podólogos. Es para demostrar a los demás que también están de vacaciones. ¡Qué ganas de salir para poder volver a casa!