Filósofo y pedagogo, Iñigo Pombo, concejal de Políticas Sociales del Ayuntamiento de Bilbao, era un hombre de carácter templado y convicciones férreas. El poso de toda una vida tratando con los problemas de la sociedad le convirtió en una persona nada comprensiva y tolerante con las injusticias pero sobre todo respetuosa con el diferente porque al final, “lo normal en las personas es ser diferentes, no homogéneos”, afirmaba en una de las entrevistas que tuve la oportunidad de hacerle. Conocí a Iñigo Pombo cuando era redactora y me encargaba de cubrir las informaciones municipales. Cada entrevista que le hacía era una clase magistral. Practicaba la filosofía en las cosas más cotidianas de la vida. Me acuerdo como si fuera ayer una vez que vino a pasar la tarde con nosotros y la disertación sobre Santo Tomás y San Agustín centró la tertulia al amparo de una cerveza. Escucharle era una lujo porque era una de esas personas sabias. Sabias de la vida. Pero sobre todo como decía el alcalde, Iñigo era un hombre bueno. Fue una de los grandes precursores de muchas de las prestaciones sociales de las que disfrutamos hoy y supo enseñarnos el valor de la política al servicio de la ciudadanía. “Hay una frase que dice: las grandes cosas que te pasan en la vida son producto del azar, entre otras cosas el lugar y la familia donde naces. ¿Qué derecho tengo para decir que por ser de aquí tengo opción a determinados bienes a los que otro no? El mundo es de todos y debe ser para todos”. Ese era Iñigo Pombo.
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