La ves frente al espejo, haciéndose un selfi con su outfit para salir de fiesta. Piensas que es demasiado ajustado, demasiado corto, que tiene mucho escote o que transparenta. No se lo dices porque es libre de ponerse lo que quiera, pero te quedarías más tranquila si fuera con un buzo de apicultor. Te conformarías hasta con unos vaqueros. Piensas si pensar eso es machista o si solo es tener miedo, si te ha poseído tu madre o eres tú, la que en su día salía de marcha con minifalda, la que ahora no lo considera tan buena idea. Como si la ropa fuera una coraza. La víctima de La Manada llevaba camiseta y mallas. Se marcha, la despides y le deseas que disfrute. Por dentro confías en que vuelva sana y salva. Se reúne con la cuadrilla, beben, comen, bailan, se encuentran con unos y con otros... Tiene ganas de ir al baño. Se aguanta hasta que otra también quiere ir y la acompaña. Algunos ya no controlan, está algo cansada, se iría gustosa a casa. Pero se aguanta. Hasta que las demás también quieren irse. Ni loca va a volver sola. Cogen el metro. Toca dispersarse. Por favor, que no me pase nada. Si divisa a alguien a lo lejos, se cambia de acera. Mierda, un chico dobla una esquina. Está tan cerca que no lo rehúye porque teme que se lo tome mal y sea peor. El corazón le va a mil. Pasa de largo. Uf. Llega al portal. Mete la llave rápido y apenas abre la puerta para cerrarla tras de sí. Suspira. Siente que es una paranoica. Escribe un whatsapp en el grupo: “Ya he llegado”.

arodriguez@deia.eus