EMPIEZAS acompañándoles a alguna consulta o a comprar una lavadora, les configuras el móvil, les desbloqueas la vitro, les marcas con pegatinas los botones del mando, les anotas a la vista los números de teléfono. Luego te apuntas sus claves, su DNI, el número de su tarjeta sanitaria. Pides y cancelas citas. Tramitas sus papeleos. Hablas con los médicos. Solicitas la medalla. Duermes con el móvil en la mesilla. Te turnas con tu familia, si la tienes, para ir de vacaciones. Si no, haces excursiones de un día o paseas por Artxanda o das una vuelta a la manzana. Un rayo de sol en un banco en frente de casa se antoja una escapada si estáis en racha de hospital. El algoritmo ya no te propone viajes, sino residencias geriátricas. No te tienta con ropa o perfumes, te muestra sillas de ruedas y camas articuladas. Inconscientemente te paras en los escaparates de las ortopedias por si les encuentras un calzado más cómodo, un bastón plegable, un andador... Buscas revistas, pasatiempos, labores, algo que les interese cuando ya no les interesa casi nada, ni las celebraciones, ni la tele, ni sus platos preferidos, a veces ni conversar. Un día no te queda otra que elegir la última ropa que vestirán, un color de madera, un recordatorio, un centro floral. Y el tiempo que les dedicabas vuelve a tu reloj de golpe, pero no sabes muy bien qué hacer con él. Das vueltas por casa como si fueras una roomba. Al menos ella quita el polvo. Tú, para estar hecho un trapo, ni eso.

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