ESTOS días en los que el patio político se revuelve entre sugerencias veladas y acusaciones fabuladas nos retrotraen al epicentro de la teoría fake, el día en que un presidente español insinuó que detrás del mayor atentado sufrido en su país estaba el Titadine vasco guarecido entre cintas de casete, estas sí, procedentes de desiertos remotos y montañas lejanas. Ni una sola prueba de las 26.000 que se recogieron avaló su maquinación precursora del trumpismo. Es el peligro de fabricar hipótesis ad hoc, que al final pueden terminar convertidas en un bumerán en toda la frente. El consejo vale para cualquier orden de la vida, pero todavía más cuando la violencia se cruza por medio. Incluso hoy, cuando demasiados de esos jovenes que ni saben qué ocurrió aquel 11-M o un 3-M o un 12-J, tienen por vicio viralizar quedadas con el único fin de darse una somanta de palos contra un enemigo imaginario si es preciso. Al calor del fútbol, o de cualquier excusa, y embriagados de gamberrismo, alcohol y otras sustancias, no hay ciudad del mundo avanzado que escape a la nueva liturgia adolescente de inmortalizar su heroicidad tratando de abrir cabezas. Por supuesto que minoría, por supuesto que patente. Y lo que es peor, despojados de un cariz ideológico si es que la ideología es razón para liarla parda. Haríamos bien en precisar correctamente el origen y causas de tal pasatiempo para acertar en erradicarlo. Vamos sobrados de conspiraciones.

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