Hace unos días se celebró el Día Internacional de la Salud Mental, una cuestión básica que casi siempre parece fuera de alcance. No me refiero a que estemos todos como cabras, que puede ser. Lo digo porque es difícil lograr el equilibrio entre pensamiento, sentimientos y comportamiento. Una meta que hay que alcanzar teniendo en cuenta el bienestar emocional, entorno sociocultural e incluso la capacidad adquisitiva. Y en este caso es igual de desequilibrante ser pobre que rico. La razón se nubla en medio de la penuria lo mismo que en la opulencia si deriva en una ambición desmedida, fuera de lógica. De modo que el Día de la Salud Mental debería ir más allá de los problemas psíquicos graves, como la depresión o el trastorno bipolar, o más leves, pero que condicionan también el desarrollo vital. Debería servir también para reflexionar sobre la facilidad con la que se puede quebrar el juicio y buscar vías, de forma colectiva e individual, para reforzar el débil equilibrio entre razón y acción al que nos enfrentamos cada día. Más Platón y menos prozac, que diría Lou Marinoff. Más conocimiento, más reflexión y más capacidad de crítica se traduce en una mayor base para el equilibrio emocional. Así que cuando tres adolescentes de trece años sacan el móvil al sentarse en un coche y, durante un viaje de media hora, solo hablan de cómo hacer esto o aquello con el dispositivo me temo que algo estamos haciendo mal.