"Bueno, y ahora ¿qué? ¿Nos vamos de putas?”. Se lo preguntó riendo un veinteañero a otro mientras caminaban el otro día por una céntrica calle de Bilbao. Vaqueros cortos con el dobladillo vuelto a la altura de la rodilla, camisetas impolutas, pelo repeinado. No tenían pinta, por el volumen del comentario, la hora y la zona, de llevar a cabo su plan, pero la pretendida gracieta, si lo era, por sí sola indigna. Ir de putas, dice, como quien propone ir de potes, de pintxos, de tiendas o a setas. Como si no hablara de personas y pagar por sexo fuera como comprar el pan. “A esa lo que le pasa es que está mal foll...”. Puede que se equivoquen. Esta sentencia no la pronunció un hombre, sino una mujer joven un domingo, sentada a la mesa de un bar de rabas. No me quedó claro si su intención era criticar a la pareja de la susodicha por torpe o a ella por amargada. En cualquier caso, la expresión ofende. Mal foll... Como si la mujer se redujera a un orificio –o varios– y su felicidad dependiera de lo que entra y sale por él. “Es un hetero de mierda”. Esta vez la malhablada también era una mujer. En concreto, una joven con rastas, piercings, collares y aspecto de perroflauta, pero sin perro ni flauta, no sé si me entienden, en las inmediaciones de Termibus. Utilizar el término heterosexual como insulto. A ver si de tan progres algunos se han pasado de rosca. Son frases pescadas al vuelo que retratan a su autor. Es lo malo de tener siempre las orejas puestas.

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