Era noviembre y llovía. Muy al principio de los 70. Tras treinta años de dictadura, Franco aún se revolvía en la violencia de su régimen. Pantalón corto y cartera al hombro, llegué a casa del colegio. Una y media. Ama me abrió la puerta. “Te están esperando”, dijo con una cara que me extrañó. Parecía preocupada pero divertida. Dentro, un guardia civil se sorprendió al ver a un chaval de 8 años. Buscaba al destinatario de una postal. La había escrito Itxaro, una amiga de mi edad, hija de una amiga de ama, para felicitarme por mi cumpleaños. Alguien de Correos la había denunciado. Estaba “en vascuence”. Luego supe que dos tíos, con nombres similares al mío, y algún familiar de mi amiga tuvieron que pasar por el cuartelillo para declarar al respecto. Hoy, medio siglo después, aún hay quien se va para no oír, quien hace que no oye, quien ignora y desprecia, nuestra lengua, cooficial y protegida por la Carta Europea de las Lenguas Minorizadas aprobada por el Consejo de Europa. Quien solo se acuerda de ella si ofrece rédito político. O quien esgrime alguna reticencia del gobierno sueco o finlandés, ambos ¡qué casualidad! muy de derechas, y de Francia, que puede encontrarse con que el euskera no reconocido en Iparralde sí lo está en la UE. Pero han perdido. Como dijo Samuel Johnson, en la lengua está el árbol genealógico de una nación. Y hoy los nietos de quienes denunciaban postales hablan y escriben en euskera.
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