Ariesgo de ser expulsado del mío, lanzo un par de reflexiones sobre ese evento imbatible que es la fiesta del barrio. He disfrutado en ellas como un gorrino en su charca. Hasta el punto de que al coincidir con Sanfermines solo he ido una vez a las de la capital navarra y hasta me pareció que ni fu ni fa. Un par de décadas y pico después, viviendo en otro lugar distinto de Bilbao y con hijos, la cosa cambia. Cada mes de septiembre, coincidiendo con el inicio del curso escolar, se celebran las fiestas de Miribilla. Hablamos del barrio con más niños y niñas de la capital vizcaina. También con el de la mayor tropa entre los 40 y 50, porque las criaturas tienen la desgracia de tener aitas y amas encima de ellos, que conserva el vigor fiestero. Si echan cuentas de la edad del barrio, sacarán la conclusión de que las procesiones de carritos de bebes de hace 15 años han dejado paso a un desfile de adolescentes móvil en mano. Esta legión lleva toda la vida acompañando a sus familias a los concursos gastronómicos y en algunos casos hasta a las txosnas. Y ahora también quiere disfrutar a su modo de los fastos. Como no tienen en general interés por explorar el lado etílico –tocamos madera– y lo de las barracas les queda lejos, la muchachada tiene el objetivo de llegar a casa lo más tarde posible, sin otra actividad que estar en el parque. Es ahí, en olvidarse de la mocedad, donde quiebra la esencia de las fiestas de barrio, a las que les vendría muy bien una discoteca teen sin alcohol y sin padres, por ejemplo.