HACE unas semanas accedí tras años de resistencia numantina a visitar la Torre Loizaga. Para quien no la conozca, es un museo de coches, dicen que la mayo colección de Rolls Royce de Europa. La primera vez que supe del museo fue a través de un familiar que, además de vender con vehemencia la muestra, lamentó la falta de apoyo de las administraciones vascas. Ahí tocó fibra y yo defendí que el dinero público debe tener principalmente un destino social. El caso es que levanté un muro que se agrietó cuando mis hijos insistieron en visitar el museo de Galdames y que terminó por derrumbarse cuando finalmente lo hicimos. No solo por la exposición en sí, que para mi gusto está demasiado volcada en los Rolls, también por la labor del empresario Miguel de la Vía, que rescató la torre banderiza del olvido y de la ruina tras siglos de silencio. La figura discreta, poco se sabe de su vida y no hay fotos, del cantero de Enkarterri es ejemplo de ese empresario vasco hecho a sí mismo, que triunfa y además invierte y contribuye a mejorar el lugar donde nació. En su caso, la colección de coches refleja su éxito. En la muestra hay históricos Rolls Royce que pertenecieron a magnates, marajás e incluso a la realeza. El más valioso, dicen los guías, es un coche que perteneció a la reina madre de Gran Bretaña. De modo que una turista italiana, tras sentarse en el vehículo, mostró su entusiasmo. “Mi culo ha estado donde estuvo el culo de la reina madre”. Y ese coche está en Enkarterri, ya ven.