Hace una semana soslayé deliberadamente la última visita del rey emérito. Desde que Juan Carlos I hizo el sinpa más caro de toda la historia y dejó a Sofía una nota en La Zarzuela que decía “voy a por tabaco”, el Campechano regresó por tercera vez a Galicia. Pero lo dejé pasar, como quien oye llover. Total ¿pa’qué? El abu Davi no se está quieto. Encorvado, apoyado en el bastón y el guardaespaldas, no para. Pero les juro que cuando vi que la infanta Elena salía a navegar en el Alibabá II, que hacía de compinche náutico del Bribón, a los que, por el canto de un duro, no acompañaba en sus peripecias el Fortuna, me llevaron todos los demonios. Atracando, que es gerundio. Solo faltaba Froilán capitaneando una embarcación que se llamase Y los 40 borbones. Más claro... Así podrían convertir las regatas de Sanxenxo en la fiesta de la Raya. Sniffff. Menos mal que ya ha dado carpetazo a sus asuntos judiciales. Porque este señor es como el aloe vera, cuanto más se le investiga, más propiedades tiene. Para remate, en la despedida del desterrado en el aeropuerto vi la genuflexión y la señal de la cruz de Doña Elena, por favor (como obliga a que le llamen los periodistas) y ya no he podido contenerme. La reverencia, que parecía tan exagerada como la de un velocirraptor de Jurassic Park, y la promesa del interfecto de “regresar pronto” y “muchas veces”, me han acabado de hundir.

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