PARECEN recurrentes las noche de violencia en Francia protagonizadas por los jóvenes de los suburbios y también los propios detonantes: la muerte a manos de la polícia de jóvenes de familias de inmigrantes. En Francia la inmigración tiene por costumbre dar hijos a la República pero las segundas y terceras generaciones no se sienten incluidas en la ciudadanía francesa bajo la salva republicana de Liberté- Égalité- Fraternité. Estas noches en llamas recuerdan a los disturbios de 2005 cuando el Macron de principios del milenio era un De Villepin atribulado y aquel Sarkozy comandaba las porras. Casi veinte años después nada parece haber cambiado en la Francia de los descontentos, de aquellos que con nacionalidad francesa viven en la orilla del Estado de bienestar salvo por el ascenso de la ultraderecha y la pólvora vertiginosa de las redes sociales. Los detenidos en esta segunda oleada superan los 3.000, sin precedentes dicen desde las gendarmeries, y son los arrestos el indicador de la gravedad de los disturbios junto al número de coches que han ardido, hasta 5.000 en cinco noches de conocida violencia y fuego. La banlieue se revuelve contra la policía pese a la condena pública de los hechos. El problema es profundo porque el suyo lo es, una integración inexistente en la Francia que los vio nacer, con el peso del paro y la discriminación que ya se extiende 20 años. El verdadero estado de emergencia es este.

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