TODAS las mañanas hay debajo de la mesa de la cocina un cereal chocolateado. Solo. Esperando a que lo barra o lo ignore, según las prisas. No vale de nada que lo empuje amablemente con la escoba para embarcar en un vuelo privado en el recogedor rumbo al cubo de la basura. Al día siguiente hay otro. Quiero creer que es otro porque me muero de miedo si pienso que es el mismo. Y así hasta el infinito. Nadie lo ha tirado. A nadie se le ha caído. Son fenómenos paranormales que ocurren en las casas. Como esa salpicadura de pasta dentífrica en el espejo del baño, esa gotita de gel en la mampara, esa miga en la encimera, esa moneda entre los cojines del sofá, ese calcetín debajo de la cama, ese vaso olvidado en la mesa de la sala... No se puede luchar contra los elementos. Todos volverán a sus puestos en veinticuatro horas en el mejor de los casos. Recuerdo cuando me encontraba por el suelo narices, ojos y orejas de Mr. Potato. Ese juguete con forma de tubérculo que se va desmembrando y cambiando de imagen, como hacen algunos hoy en día. Ahora me depilo las cejas, ahora me las pinto. Ahora me pongo tetas, ahora me las quito. Ahora me rapo, ahora me implanto melena. Ahora me pongo el labio como una salchicha de Thate. Hay quien ha cambiado a los veinte más veces de aspecto que yo en medio siglo. Mi táctica es déjate las canas y espera a que sea tendencia. No falla. Con lo único que no me funcionó fue con las hombreras ochenteras.

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