UN agente del FBI y Liam Neeson en su papel más olvidable dan vida a la trama de El Mediador (Blacklight), sobrenombre también de la (pen)última corruptela a la española de no ficción encabezada por un exdiputado socialista, 16 compañeros de carné y una presunta red de prostitutas, orgías, drogas, fajos de billetes y guardias civiles bajo sospecha. Las aventuras del circense Tito Berni –y la red que cobraba mordidas a empresarios a cambio de privilegios en contratos públicos– no es lo que uno entendió como la “erótica del poder” de la que por vez primera me habló aquel profesor de Filosofía metido a tareas políticas que le hacían perder la objetividad. El selfi de Curbelo junto a Sánchez no le llega a la suela del zapato al que protagonizó Feijóo con el narco Marcial Dorado pero le sirve a Ayuso para enarbolar la bandera de la honradez con un brote de amnesia que le hace olvidar las fechorías de su hermano bajo su directriz o las cloacas de la Kitchen que gestó su partido para combatir a podemitas y secesionistas. A su líder tampoco le duelen prendas al compartir mesa y mantel con el imputado presidente del Consell d’Eivissa o al ver a la alcaldesa de Marbella procesada por blanqueo. Solo faltaba en esta comedia ese tal Tamames del que nos aleccionaban en Economía Aplicada siendo ya un tránsfuga ideológico; y Froilán pegándose la vida padre en un hotel de lujo en Abu Dabi. Y entre tanto estiércol, ¿quién media por nosotros? l

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