HA comenzado el enésimo juicio al pequeño Nicolás y yo ya me he perdido entre sus procesos, sus revelaciones de secretos, recursos y aquella vida de cartón con la que alucinamos hace unos años viendo a este menda con todas las castas y metiéndose hasta la cocina del CNI. Me hago un lío porque a veces he dudado sobre si este chaval era de verdad, confundiéndolo con Froilán, otra especie de teleñeco, que ha vuelto de Abu Dabi como todo buen nieto-sobrino real, viviendo a cuerpo de rey sin agobios salvo olvidar en casa la Visa Oro. Los confundo porque se parecen o eso intuyo porque el primero se quiso parecer al segundo y entre los dos ya son como un capítulo de Bob Esponja, seres fantasiosos que viven o vivieron alguna vez en la espumita del aspiracionismo, con o sin querer. Y es que mientras Nicolás trajinaba con mañas de tebeo infantil cómo desembarcar en las tuberías de un Estado entero, Froilán es el lado poligonero de los Borbón, abonándose a las discotecas ilegales con el sello del after en el dorso como el escudo en la pechera del colegio inglés. En el fondo, dos patriotas como la copa de un pino si no fuera porque del pino se cayeron en algún momento de sus biografías: uno por intentar colársela a aquel puñado de poderosos que un día se encontraron junto a un infante charlatán, el otro, un rebelde con causa en todo el cogollo de la realeza. Dos fenómenos fantásticos.

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