ENTRE los virus gripales y los de origen desconocido se nos ha colado estos días una enfermedad propia de los países desarrollados y que provoca sudores y fiebre, la de comprar compulsivamente. Le llaman oniomanía y los expertos la relacionan con esa campaña donde te meten por los ojos la freidora de turno, el aspirador escoba de última generación o el género más insospechado con ofertas trampa que atrapan al más avispado. Anglosajonamente le apodan black cuando lo verdaderamente negro es el interior de nuestras carteras, incluso hoy, día en que los currelas presuntamente ingresan sus euros para avistar un mes donde el descarrile navideño del IPC puede hacernos arrancar el año más bien crash, estampados contra la realidad de nuestras economías por mucho que eviten la sección del marisco. Basta pasearse por la balda de los lácteos y, al grito de ¡es la leche!, jurar en hebreo por el precio del líquido elemento, a más de un euro el litro, o acordarte de la Virgen (no santa, sino extra) cuando la botella de aceite sobrepasa los 6. En demasiadas pocas colas del hambre nos fijamos y bastante poco nos quejamos cuando encima hemos de santiguarnos porque, ¡oh, aleluya!, las instituciones nos subvencionan el transporte que nos desplaza a los centros de trabajo –el que lo tenga– donde rascamos ese sueldo que apretujas para darte caprichos como, válgame Dios, comer por un día fuera. “¡Que las ayudas no son eternas!”. Cierto. La paciencia, tampoco. l

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