NO tengo las dotes de Aramís Fuster –afortunadamente para mí, todo hay que decirlo–, pero me apuesto el frutero lleno y hasta una caja de cereales a que a alguien le cae una colleja este verano en la cola de embarque del avión para que tosa para adentro y no arruine las vacaciones a la familia por el covid. De hecho, los más previsores están entrenando la apnea en la bañera para poder aguantar la respiración lo que se tarda en facturar las maletas. Es lo que tiene ir en busca de las olas del mar, entre las olas de calor y coronavirus. Casos graves aparte, contagiarse en estas fechas es un fastidio, sobre todo si tu vida social se ha reducido a ir del curro a casa, pasando por el parque, y el viaje más largo que has hecho ha sido a un quinto en ascensor. Porque si te atrapa una subvariante de Ómicron en el BBK Live, que te quiten lo bailao, pero caer, tras dos años y pico de resistencia, en el descansillo del portal o la cola del pan es de pringada. Además, a no ser que tengas síntomas, no te dan la baja, así que eres una infectada de segunda, que cuidaste a toda la familia en sus interminables cuarentenas y ahora que te toca a ti, te mandan al curro o a teletrabajar y nadie te hace ni caso. Por si fuera poco, el padre de las criaturas baja las persianas con cada aviso amarillo y vivimos en las tinieblas. Los críos se van a creer que son vampiros y lo que nos ahorramos en aire acondicionado nos lo vamos a gastar en transfusiones. Cría Dráculas y te chuparán la sangre.
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