RIMERA hora de la mañana. Se abre la verja del patio de un colegio y hay una estampida infantil. Como las de los documentales de La 2, pero con crías de humanos. Entendería mejor las prisas si, en vez de para entrar al recinto, fueran para salir. Algunos corren como si les persiguiera un inspector de Hacienda. En su caso, de Agenda, porque es ahí donde guardan sus secretos de Estado y donde lo mismo te desayunas -o, mejor dicho, te cenas- con que mañana tienen examen de mate que con un apercibimiento ya caducado de la profe de inglés. El caso es que hay escolares que esprintan casi recién levantados y no es para cazar una presa. Ni siquiera para ganar la San Silvestre Txiki. Corren que se las pelan para ser los primeros. ¿De su promoción? No. De la fila. De esa hilera de niños y niñas a unas mochilas pegados. No hay podium al que subirse, ni medalla, ni copa de la Champions que alzar al cielo, pero queman zapatilla para encabezar el ascenso a ¿un ochomil? No, a su clase. Como si los pupitres no estuvieran numerados y los últimos en llegar se tuvieran que chupar una sesión doble de Gizarte desde el gallinero y de pie. Corren como si el último fuera puchi cagalera cuando el último igual tiene movilidad reducida o su rapidez es mental. O practica, como filosofía de vida, la slow life. O está optimizando energías para emplearlas en lo que de verdad importa, superarse a sí mismo.

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