HA pasado una semana del voraz incendio que destrozó la techumbre de Notre Dame. Un tiempo en el que hemos asistido a plazos absurdos para su restauración y conocido los tesoros que albergaba bajo su aguja o su cimborrio. Siete días de compilación de datos, de ese gótico que catalizó la espiritualidad y del amor a los símbolos, la marca de París. De todos lados surgieron las condolencias, la de un mundo triste por ver en peligro un monumento, símbolo de una identidad común e histórica bajo el que el presidente Macron terminó desfilando el primero con toda Francia unida bajo su mando y las grandes fortunas francesas haciendo país en torno a un emblema, histórico sí, turístico también. El peligro de la joya del gótico ha eclipsado al bombero herido grave del que supimos en las primeras horas del incendio, más allá de la misa en agradecimiento a la labor inteligente de todo un cuerpo, pero nada más de ese hombre donde la gravedad de sus heridas fueron un flash informativo de consumo rápido y olvido fácil. La tristeza por el peligro de derrumbe tornó en drama, aquí en el primer mundo, cuando en las primeras horas un bombero herido fue un héroe nacional y en las siguientes, nada. Todo se reconstruye, bajo el orgullo de los símbolos y la improvisación política que marcaron las llamas. Y sí, hay ruinas. Una escombrera moral que hubiera resucitado a un bombero de País solo si la tragedia hubiese sido humana.

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