NO hay turista que haya pasado por París que, ante el impacto de ver arder en llamas la catedral gótica del culto católico por excelencia, Notre Dame, dude en colgar su selfie en las redes sociales. También estuvieron listas de reflejos las grandes fortunas. Entre millonarios, empresas deluxe -desde Louis Vuitton a L’Oréal-, administración y particulares tardaron 48 horas en recaudar más de 700 millones de euros por aquello de pescar en el río revuelto de la desgravación en el país que más ventajas fiscales ofrece al mecenazgo. Pero, a escasos metros de la capital francesa, donde más de 200.000 viviendas permanecen vacías, grupos de refugiados viven desde hace años en la calle en torno al canal Saint Martin, donde se concentra el chic de nuevo cuño. Incluso miles de personas pasaron meses en los aledaños del centro de la ciudad en uno de los peores momentos de la crisis migratoria; y cuando varias ONG ocuparon edificios en desuso para dar cobijo a parte de los nuevos sin techo, enseguida llegaron las órdenes judiciales para el desalojo, marchitando el lema de la República: Liberté, égalité, fraternité. Hasta el Consejo Europeo ha pedido a los eurodiputados que donen su sueldo de un día para reconstruir lo que no deja de ser un monumento, eso sí, esplendoroso en lo cultural. Tanto gesto agradecido estaría bien extenderlo a Siria, la isla de Lesbos o al buque Open Arms, por citar ejemplos, donde la desgracia tiene cara y ojos.

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