FORMARSE en el PP es una cuestión de grados y no precisamente formativos. Cuando Aznar designó a Casado como presidente del PP, primarias digitales mediante, supo de inmediato, como así lo definió, que la formación se hallaba ante “un líder como un castillo”. Génova es ya ese espacio palaciego de presidentes tan bien formados que acabarán situando algún día Getxo en Mosul y a Rivera en el Gobierno, aunque sea como ministro de Exteriores, o sea, lejos. Aznar, que es igual de visionario tanto para las armas de destrucción masiva como para olfatear nuevos talentos, no dejó claro en aquel bautismo del castillo si se refería a la envergadura política de un señor como una bestia parda o directamente quería tirarlo por una almena. “Sin tutelas ni tu tías”, Aznar ungió a Casado que, entre los nervios y pese no haber cogido uno, tiene un despiste de libro allá donde va y lo mismo ve votantes guipuzcoanos empadronados en Neguri que gallifantes en un plató con Ana Rosa. Sin recuperarse del susto que le causó la deriva de Rajoy, aquel lejano último delfín, Aznar mejora cada versión de los pupilos o al menos aquellos capaces de sostener sus pupilas. Todos vienen con máster en bestiarios y primitivismo político, como si ninguno fuera lo suficientemente virtuoso para asemejarse si quiera un poco a él. Ni la derecha sin complejos ni sus esquejes. Hay que mirarle a los ojos y ver su legado. Le ha quedado una bestialidad.

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