LO del oportunismo legislativo o, en plata, legislar en caliente, es una pulsión para todo gobernante que se precie. Pero, ojo, incluso más para cualquier miembro de la oposición. Es lo de oír truenos y acordarse de Santa Bárbara. La secuencia de los hechos empieza con una broma tonta, facilona, ventajista, prescindible, pero, sobre todo, absolutamente inofensiva salvo para quien encuentra allá donde mire, justamente, un motivo por el que ofenderse. En la transmisión de las campanadas de la tele pública española, una cómica elegida con escuadra y cartabón para ejercer de segundona (a otras les llamarían florero) del líder carismático del canal se largó una gracieta de todo a un euro en el bazar del humor. La vaca del (rancio) programa de mi querido Ramón García se transfiguró en el Jesucristo de las estampitas viejunas del Sagrado corazón. Jijí, jajá, qué megamaxitransgresor. Hasta el que reparte las cocacolas sabe que, de haberse tratado de un chistaco sobre Mahoma, la progresía ortopensante lo tacharía de inaceptable muestra de islamofobia. Pero como el objeto de la chanza de tres al cuarto es la religión católica, el veredicto es que se trata de una sutilísima muestra de ingenio en el ejercicio de la sacrosanta libertad de expresión. Lo cierto es que yo firmaría debajo. No en lo de la sutileza, pues la broma es sal gruesa de aluvión, pero sí en lo de la libertad de expresión. Me dice un buen amigo jurista que, de hecho, es una barbaridad que haya un delito de ofensas religiosas cuando esa Constitución que nos gusta más o menos consagra (nótense las connotaciones religiosas del verbo) la mentada libertad para verter opiniones, aunque sean cazurras, nauseabundas o de pésimo gusto. Resumiendo, que ser idiota o, si vamos a mayores, ser mala persona no puede considerarse delito. Pero nunca. No solo cuando la presunta ofensa va dirigida a los de enfrente. Tampoco cuando da de lleno en nuestro ideario.
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