UN folio le ha bastado al Tribunal del Cuarto Distrito de la Corte de Apelaciones de Florida para tumbar la solicitud de la defensa de Pablo Ibar de revocar la cadena perpetua a la que se condenó al preso estadounidense de origen vasco después de retirarle la pena de muerte. Cabe ahora presentar recurso ante el Tribunal Supremo de Florida, y sin duda, así se hará, que a insistencialistas no les gana a nadie al abogado Joe Nascimento, a la familia Ibar y al imprescindible Andrés Krakenberger, que simplemente no contemplan la opción de darse por vencidos. Pero esta enésima zancadilla nos da la medida de la brutal pesadilla que vive Pablo —y con él, los suyos— desde hace 29 años casi por estas mismas fechas.

El propio Andrés me ha enviado dos folios a vuela pluma con los mil y un hitos del tortuoso vía crucis por el que ha pasado el reo, que lleva bastante más de la mitad de su vida entre rejas. Es imposible resumir el periplo en el espacio de esta columna. Pero estamos hablando de varios carísimos y larguísimos juicios llenos de irregularidades y arbitrariedades y de 16 angustiosos años con mono naranja en el corredor de la muerte. Y a pesar todo, todavía hubo que celebrar que en un proceso con las mismas pruebas la sentencia a pena capital mutara por la de cadena perpetua cuya revocación se acaba de negar; por lo menos, se salvaba el pellejo. Parece imposible imaginar una injusticia mayor. Lo tremendo es que las hay. Piensen en las miles de personas que no han dispuesto de la red de protección personal, familiar, ciudadana, institucional y mediática con la que, aun en estas circunstancias, Pablo ha llegado hasta aquí.