AYER, al filo de la desmesura y del deseo, volvimos a someternos a un querido rito: el Sorteo Extraordinario de la Lotería de Navidad. Una ceremonia de voces infantiles, bolas girando en el Teatro y decenas de millones de sueños comprimidos en décimos que se venden, se comparten y se heredan como reliquias de fe familiar. En esa liturgia del azar, la suerte se ha mostrado caprichosa y generosa, y ha tenido gestos sorprendentes justo donde menos se esperaba.
Porque este año, mientras gran parte del país miraba con reverencia al Gordo –el 79.432– y a los agraciados de La Bañeza y León, ha habido un territorio donde la fortuna ha resonado con fuerza más humilde pero igualmente profunda: Igorre, en el Valle de Arratia, Bizkaia, aquí al lado.
En ese pequeño enclave, donde la niebla y las montañas se confabulan con la historia de cada familia, ha sido el equipamiento humano del rugby local –ese club que vive de esfuerzo, sudor y camaradería– quien ha repartido la mayor parte de los casi 15 millones de euros que la suerte ha dejado en los 48 series del número 90.693, tercer premio del sorteo.
La imagen de los rugbiers vendiendo décimos, de sus manos curtidas por el frío de los entrenamientos y por la pasión del deporte, me recuerda la ironía del destino: la vida moderna camina con la seriedad de los contratos y los calendarios, y sin embargo se derrumba en una risa inesperada cuando unos números al azar vuelven ricos a quienes lo imaginaban menos. En Igorre, el rugby –ese deporte que simboliza la solidaridad y el c– ha sido también símbolo de suerte compartida.
Mientras algunos celebran un pellizco y otros la nada, la Navidad sigue siendo un cambio de estación interno: el momento en que nos miramos unos a otros con más esperanza que certeza.