A veces la memoria no se conserva en álbumes, sino en el vaho que dejan los cuerpos cuando salen de un recinto helado. El palacio de Nogaro, allá arriba en Artxanda, fue durante años un territorio de inviernos artificiales, un espejismo de Europa central instalado sobre las brumas de Bilbao. Uno entraba y el aire cambiaba de textura: el olor a metal húmedo, las cuchillas rasgando la superficie blanca, las risas infantiles como campanas de cristal. Aquel hielo no era solo una pista; era una educación sentimental.
Ahora, un agente cultural –quizá un romántico, quizá un pragmático que ha aprendido a convivir con la nostalgia como otros con su colesterol, pongamos por caso...– decide reabrir el palacio. Lo rescata del mismo letargo en que duermen los edificios que han sido demasiado amados. Y al hacerlo, inevitablemente convoca un rumor que creíamos extinguido: el de los guantes de lana, las bufandas torcidas, los primeros torpes intentos de equilibrio de los adolescentes que buscaban en el hielo un pretexto para cogerse de la mano.
En estos tiempos, en los que todo parece configurado para consumir experiencias como quien pasa el dedo por una pantalla, resulta casi subversivo recuperar un espacio donde el cuerpo todavía tropieza, se cae, se ríe de sí mismo. Donde una familia podía pasar la tarde sin más artificio que el frío en las mejillas y un vaso de chocolate caliente al salir. Allí la vida era menos urgente y, por eso mismo, más intensa.
La reapertura del palacio es, en apariencia, un gesto cultural. Pero en el fondo es un acto político en el mejor sentido: una declaración de que la ciudad no solo crece hacia adelante, sino también hacia adentro, hacia lo que fue. Este agente cultural –del que apenas sabemos nada salvo su decisión de reanimar un gigante dormido– nos recuerda que la modernidad no consiste en olvidar, sino en saber qué merece recordarse. No será lo mismo, es verdad, pero traerá recuerdos.
Quizá cuando vuelvan a encender las luces y la gente recorra de nuevo el espacio, cada paso resonará como un latido antiguo. Y puede que algunos, al escuchar ese eco, reconozcan un fragmento de su propia historia. Porque hay lugares que no reabren: simplemente despiertan. Y cuando lo hacen, nos devuelven, por un instante, al mundo exacto donde aprendimos a ser felices sin darnos cuenta.