Hay decisiones que, más que políticas, parecen gestos de humanidad. El proyecto Izeba, que propone que los menores tutelados puedan pasar tiempo con familias voluntarias, no es una ley ni una reforma: es una brizna de ternura institucionalizada, una manera de decirle al Estado que también puede tener corazón. En una tierra acostumbrada a discutirlo todo, que alguien haya pensado que un niño sin familia necesita algo tan sencillo como una merienda compartida o una voz que le diga “ponte el abrigo” suena, casi, a revolución sentimental.

Los menores tutelados viven en residencias limpias, con educadores formados y horarios bien diseñados, pero allí no hay olor a ropa recién planchada ni la lentitud de los domingos por la tarde. La infancia no se mide en metros cuadrados ni en menús equilibrados, sino en esos detalles intrascendentes que más tarde sostienen la memoria: la voz que apaga la luz, la mano que corta el pan, la costumbre de esperar a alguien. Izeba, con su propuesta de salidas acompañadas, no pretende suplantar a nadie, sino ofrecer un pedazo de esa vida doméstica que tantos damos por supuesta.

Naturalmente, habrá quienes recelen. Que si el vínculo puede confundirse, que si los afectos son peligrosos cuando no tienen un contrato. Pero los afectos -esa materia blanda y explosiva...- nunca han obedecido a los reglamentos. Tal vez lo más sensato sea permitir que estos niños respiren el aire tibio de una casa normal y amable, aunque sea por unas horas.

En el fondo, el proyecto Izeba no es solo una medida social, sino una declaración poética: la infancia, para florecer, necesita raíces y ramas, pero también sombra humana. Los niños tutelados tienen el futuro protegido por la ley; ahora alguien se atreve a ofrecerles algo más frágil y más esencial: la calidez de lo cotidiano. Quizá sea poco. Quizá sea justo lo que les faltaba.