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La textura de la realidad

Desde la costa se observa una embarcación que, zarandeada por el oleaje, busca puerto. Un presupuesto donde casi la mitad se destina al gasto social –una cifra que, en principio, se nos antojaría luminosa...– y, sin embargo, amenaza en su esplendor con revelar fisuras originadas por vientos lejanos: la guerra de Ucrania y los aranceles de Estados Unidos, entre otros recios oleajes.

Bizkaia se presenta hoy con un gesto decidido: dedicar casi la mitad de sus recursos al gasto social. En tiempos en que las promesas transitaban de boca en boca como hojas secas arrastradas por la ventisca, este giro resulta digno de aplauso. Es un gesto de responsabilidad, un acto quizá de contrición ante los excesos del pasado, un intento de hallar, en lo colectivo, refugio para lo individual. Porque gastarse –tan generosamente– en bienestar es reconocer que el mapa económico es también un mapa moral.

Pero, y aquí está el nudo: este presupuesto no flota en un estanque tranquilo. Lo rodean corrientes peligrosas. La guerra de Ucrania, que ya lleva sus garras en Europa, y los aranceles impuestos por Estados Unidos, que revuelven los mercados mundiales, actúan como fantasmas que susurran “y si…” al oído de quienes levantan lápiz y papel. Ese “y si” –¿y si se encarece la energía? ¿y si suben los precios del acero? ¿y si se enfría la exportación?– convierte lo que debía ser un canto sereno al bienestar en un canto expectante, tenso.

Lanzan una promesa de estabilidad y una apuesta arriesgada. ¿Arriesgada? Sí, porque cuando las variables internacionales se tensan, la caja pública puede quedarse huérfana de recursos. Cuando los flujos globales cambian de rumbo, ese 50% puede volverse frágil como un espejo.

Lo sublime y lo banal, lo idealista y lo pragmático, conviven en el presupuesto. Por un lado, el ideal: cuidar a los ciudadanos más vulnerables, reforzar los servicios sociales, hacer de Bizkaia un territorio más humano. Por otro, el pragmatismo: los números, el equilibrio fiscal, la contingencia internacional que podría hacer saltar por los aires el castillo de naipes. Esa tensión es precisamente lo que le da textura a la realidad.

“Ya era hora”, dirá alguno. Pero si esa misma persona reparase en el murmullo subterráneo de la economía global, quizá sentiría un escalofrío: “¿Y si lo que se me promete no se puede cumplir?”. Y ese “¿y si?” es tan poderoso como la certidumbre.