La pregunta, como diría el clásico, es la siguiente: ¿es legal? Hablamos de la tendencia de celebrar cumpleaños (fiestas privadas, por extensión...) en la calle, a plena luz del día . La pregunta llega como una noticia de periódico que se come las estrellas: pueden multar, pueden pedir permisos, pueden señalar con el dedo a quien se atreva a convertir una acera o un jardín en un escenario. Pero la legalidad no es, no debe serlo, un catecismo de normas, sino un acuerdo tácito entre la ciudad y sus habitantes: que la voz de un niño soplando las velas no se transforme en una denuncia de tránsito, que las risas no sean delito contra el silencio de la noche.

La ley, en su letra fría, suele exigir permisos, ruidos, horarios, residuos. Y, sin embargo, la vida insiste: un cumpleaños en la plaza, una torta compartida entre árboles y bancos, una música que no quiere rendirse a la quietud de la tarde. ¿Es lícito? ¿Es legal? La respuesta no está en un manual, como les dije, sino en el tejido de lo común: en las pisadas de los vecinos que sonríen al volver del trabajo, en el niño que pregunta si puede cantar otra de cumpleaños, en la mujer que reparte porciones de pastel como si reparara el mundo.

La prohibición aparece cuando la ciudad se convierte en custodio de una armonía que nadie pidió: una armonía que se mide en decibelios, en permisos, en derechos de paso. Pero la vida se resiste a ser medida sólo en límites. Cada celebración improvisada en una esquina pública es una protesta tranquila contra la idea de que la calle es sólo tránsito: es la afirmación de que la ciudad es también escenario, sala de estar, casa grande donde todos caben.

Si se pregunta por la legalidad, conviene mirar más allá de la letra: preguntarse por el cuidado colectivo. ¿Se está dejando limpio después de la fiesta? ¿Se respeta el descanso de los vecinos? ¿Se convoca a la convivencia más que al consumo? Quizás la verdadera legalidad está en el cuidado: la responsabilidad de no convertir el territorio común en una casa abandonada a la intemperie de la indiferencia.

Un cumpleaños en la calle es, si me lo permiten, una pequeña rebelión contra el enchufe de la privatización de la vida: que la risa, la música, las historias circulen libremente entre árboles y faroles. La ley puede poner trabas, pero la memoria de los pueblos —esa que debiera gobernarnos—dice que la calle es de quien la comparte