Fue el médico austriaco Alfred Adler quien nos dijo que las metas realistas obligan a hacer concesiones o, por ser más directos todavía, que cualquier aspiración tiene un precio. Y si Bilbao participa en las Ligas Mayores de la acogida y organización de grandes eventos, no cabe duda que la salida y llegada de La Vuelta a la ciudad conlleva un peaje concreto: un día de incomodidades a cambio de la proyección de la ciudad más allá de las fronteras. No parece un mal canje.
Entra la ciudad, por tanto, en un juego de concesiones. La Vuelta ciclista que atraviesa Bilbao no es solo un desfile de maillots y cintas reflectantes; es un fenómeno que desvela la ciudad por unas horas, como una herida en la que se entrecruzan sueños, resentimientos y esperanzas. Si la miramos con lupa, encontramos pros y contras que hablan de la vida urbana, de la circulación de multitudes y de la memoria que se acumula en la calle. Suena complicado tomar parte rotunda en este deporte de rotondas donde en la nómina de pros caben la visibilidad y el orgullo ciudadano; la dinámica económica donde hoteles, restaurantes, tiendas y servicios se benefician del caudal de público y el intercambio cultural donde corredores, medios de comunicación, voluntariado y afición de distintas procedencias se cruzan. Por contra, resulta innegable la interrupción de la vida cotidiana, el yugo de la seguridad y control que se deriva de la ocupación de las calles que implica restricciones, barreras y vigilancia, como si la ciudad se cerrara temporalmente para todos menos para la carrera. Hay un coste social y ambiental ya que un evento puntual conlleva consumo de recursos, generación de residuos y consumo energético. A veces esa factura recae en la comunidad, que debe limpiar, ordenar y gestionar lo que la carrera dejó. Y una desigualdad de experiencias: para algunos, la experiencia es de euforia y celebración; para otros, de incomodidad, ruido nocturno o pérdida de servicios.
En Bilbao, la Vuelta nos obliga a mirar dos veces: la primera para admirar la velocidad, la segunda para entender el costo humano, social y ambiental de convertir la ciudad en una avenida del espectáculo. Algunos estarán de pie para aplaudir y otros para protestar. Que el asfalto sea escenario de encuentros y no de exclusiones. Que la bicicleta nos recuerde que la ciudad es un organismo vivo, que respira cuando la gente se toma el tiempo para mirar, escuchar y cuestionar.