ES el propio edificio el que parece respirar arte con la misma cadencia de las mareas de la ría, así que Guggenheim Bilbao ha vuelto a convertir el verano en una pasarela de visitantes que buscan, entre obras maestras y paredes de titanio, un respiro para el alma. Este verano, el roce del récord de asistencia no es solo una cifra; es una señal de que la ciudad ha aprendido a convertir el calor en oportunidad para pensar, mirar y sentir de otra manera.

La visita estival al museo es, en esencia, una experiencia de contrapesos: el bullicio de la gente, el silencio reverente ante una pieza que deja sin aliento, la sombra que se proyecta en las escaleras y la claridad que llega cuando uno se detiene frente a una obra y se pregunta qué dice, qué oculta, a quién interpela. El verano invita a la curiosidad amplia: familias, turistas, vecinos, estudiantes, artistas. Todos comparten un mismo deseo de encontrar un refugio temporal entre análisis, objetos y luz artificial que, curiosamente, se parece a la luz natural que inunda la ciudad cuando el sol se posa sobre la cubierta.

He aquí el alimento interior, acorde en esta ocasión con la nutrición que fortalece el músculo financiero, un bíceps siempre necesario para que un museo sobreviva con planta de galán. Es el caso del Guggenheim de este año, todo un imán para el visitante extranjero y toda una pasarela de lujo para el arte contemporáneo. El museo ha aportado jugosas vitaminas al PIB vasco, se acerca ya al millón de visitantes este año y mantiene su atractivo, pese a que el tirón de la titánica novedad ya no es el que era. El tiempo ha pasado y los poderes del museo radican, hoy más que entonces, en la gestión de un proyecto de altos vuelos.

El récord de afluencia también es una oportunidad para pensar en la gestión cultural: en la necesidad de ampliar rutas, de ofrecer mediación, de facilitar el acceso a quien llega desde lejos y de cuidar la experiencia sin sacrificar la calidad. ¿Cómo mantener la intimidad del detalle en medio de la multitud? ¿Cómo garantizar que cada visitante pueda escuchar, observar, respirar y salir con una idea nueva, una emoción recién nacida ? Cada verano, este museo se vuelve espejo: nos recuerda que la cultura no es un lujo de temporada, sino una necesidad constante que, como la luz que suavemente entra por una ventana, nos acompaña y nos transforma.